miércoles, 12 de diciembre de 2007

Como decíamos ayer


EL TOTALITARISMO DEMOCRÁTICO


Como se sabe, el país vive de ficciones, de imágenes, con emociones que sustituyen a las ideas y con declaraciones que sustituyen a los programas. De esta manera no hay modo de pensar soluciones: nadie se acerca a las cosas, a la realidad.

Todo se vuelve aplicar esquemas siempre importados. Así ocurre desde la base, la Constitución de 1853, que es, no más, un remedo del orden natural. Yendo al fondo y a lo elemental: ¿qué es la democracia, viéndola en su estado puro, sin aditamentos? Si convenimos en que no hay un estilo de vida democrático, en que tampoco hay un sistema de valores democráticos ni otras cosas semejantes que nuestros democráticos inventan cuando se asustan o se dan cuenta que giran en el vacío, no hay más remedio que concluir que la democracia es el método en el cual el pueblo (la multitud) es representado en el gobierno. Como lo ha considerado con todo realismo el magisterio de la Iglesia (por lo menos, hasta su democratización) es —y nada más que esto— la forma de designar el o los titulares del poder. Éste es el centro, la esencia, lo propio, lo definitorio y característico de la democracia, y todo lo demás que se le agregue es, por una parte, trampa, y por la otra un abuso, una deformación, un artificio. El más monstruoso de estos abusos, la más torpe de estas deformaciones, el más cruel y mortal de estos artificios de la religión roussoniana —bendecida en el siglo XX por Maritain— de la Voluntad Popular.

El Pueblo, único titular de la Soberanía, puede hacer y deshacer el Bien y el Mal y para ello cuenta con el voto. Jamás un sistema político se proporcionó a sí mismo una base más teológica ni mayores pretensiones metafísicas y cósmicas, fuera del marxismo que tiene una clara y alegre conciencia de realizar universalmente el Espíritu pero no a través del voto ni de la Voluntad General, sino de la Dictadura del Proletariado. Pero ésta es otra historia, aunque paralela.

Lo cierto es que semejante Máquina de elegir, tan formidable titular del Poder, tamaño dios —el Pueblo al que se lo pretende además infalible— ¡no alcanza a ser representado, no puede elegir, ejercer el poder, actuar como un dios! Se lo aísla con sus rayos y centellas en el fantasmal olimpo de las abstracciones. He aquí un mandante desobedecido por sus mandatarios, una máquina desconocida por sus servidores, un dios burlado por sus criaturas. El gobierno elegido por un sistema democrático no será democrático. La política en Occidente y en nuestro país, se convierte en una comedia de equívocos, en un sainete de enredos. Todo es una gran farsa.

Es que, ya en el camino de las neblinosas lucubraciones, un nuevo personaje se nos aparece a la vista. Es el Ciudadano. Un ser desencarnado, impávido, lejano y soberbio, nacido y crecido en el laboratorio de los Filósofos, bien lejos del sol y de la luz de la realidad social. Un puro invento, el ciudadano ha cubierto hasta reemplazarlo al hombre de carne y hueso: al productor, al propietario, al padre de familia, al vecino. Al que aprende, enseña, comercia, trabaja, procrea, sufre y goza. En cambio, ese muñeco mudo, ciego, sordo y estúpido, vacío y mecánico, el Ciudadano, que no goza ni desea ni reclama, que no existe, aparece cada tantos años —dos, cuatro— en un domingo determinado —en las democracias más asentadas puede ser en cualquier día de la semana— se presenta y con toda soberbia es durante un minuto —¡un minuto y nada más!— un soberano, una porción mínima de soberano, un mendigo y un payaso de soberano. Es cuando vota por no sabe quién y a quien no recordará al segundo siguiente y que hará en su nombre no sabe qué. Esta es la democracia que todos los partidos reclaman.

Es que si no representan intereses, intereses concretos, ciertos, tangibles, no se representa nada. La política se vuelve un escapismo, una frivolidad y una mentira. Si se considera a la democracia como la única forma política aceptable y legítima y a la representación por partidos de un ente que se llama Ciudadano que detenta un poder divino —la Voluntad Popular— como la única forma de llevar a la práctica esa democracia, el resultado final será que la sociedad argentina quedará irrepresentada, indefensa y sin participación real en el poder. El Estado se alzará con su tremebunda dimensión, invocando una representación que nadie le ha otorgado —porque nadie se la puede otorgar, puesto que en la realidad el poder no viene del Pueblo—, frente a una suma de pobres individuos —a los que llama ciudadanos, se los alaba como soberanos y se los trata como esclavos—, pero, además, para completar el círculo de la decadencia y “el proceso de apropiación de la libertad”, el Estado caerá en manos de la clase partidocrática, que no tardará en aliarse y aún en fusionarse con la oligarquía financiera. Esta Democracia es el otro nombre de la Muerte. En esta trágica ecuación el hombre es el sujeto pasivo que yace bajo el Estado Democrático y Totalitario.

Nota: Esta nota editorial forma parte de la Revista “Cabildo” nº 56, año VII, segunda época, correspondiente a septiembre de 1982.

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