lunes, 29 de septiembre de 2008

Santo Súbito


HOMENAJE A S.S. PÍO XII

PASTOR ANGELICUS


A CINCUENTA AÑOS
DE SU PIADOSO TRÁNSITO


(1958 – 9 de Octubre – 2008)

“No, ahora no morirá Cristo entre las humillaciones del Calvario. La fe conseguirá la victoria sobre la apostasía […] Con su gracia divina le levantaremos un trono y lo haremos adorar por las almas y por todos los pueblos de la tierra”.

(Cardenal Pacelli. Congreso Eucarístico Internacional. Buenos Aires. 1934)


PROGRAMA DE HOMENAJES


Viernes 3 de Octubre

19.30 hs.: Solemne Misa en la Iglesia Catedral de La Plata.

Celebrada por el R. P. Hernán Remundini.

20 hs: Dr. Hugo Verdera

“La leyenda negra contra Pío XII”

Jueves 9 de Octubre

18 hs.: Inauguración de una muestra gráfica sobre la vida y

pontificado del Siervo de Dios Pio XII.


20 hs.: Prof. Juan José Alonso Grela

“Pío XII. Imagen de un santo de su tiempo”.

Viernes 10 de Octubre

18 hs.: Proyección del documental

“Congreso Eucarístico Internacional de 1934”


20 hs.: Proyección del documental

“Pastor Angelicus”

Viernes 17 de Octubre

20 hs.: Sra. Marta Olivero

“La revolución anticristiana, a la luz del magisterio de Pío XII”

Viernes 24 de Octubre

20 hs.: Dr. Mario Caponnetto

“Pío XII y la moral médica: un pensamiento precursor”

Viernes 31 de Octubre

20 hs.: R. P. Fr. Gustavo del Santísimo Sacramento, cap. r.

“Pío XII y los grupos de oración”



“Cuando uno se acerca sin prejuicios ideológicos a la noble figura de este Papa, además de quedar impresionado por su elevado nivel humano y espiritual, es conquistado por su vida ejemplar y por la extraordinaria riqueza de sus enseñanzas”.

(S.S. Benedicto XVI. Castelgandolfo. 18 de septiembre de 2008).


SALÓN “SAN FRANCISCO DE ASÍS”

CATEDRAL DE LA PLATA

Calle 51 entre 14 y15


Consultas:

Centro de Estudios Gral. Manuel Belgrano

Calle 44 Nº 828/30

Tel.: (0221) 483-7846




domingo, 28 de septiembre de 2008

El Alcázar invicto


DOCUMENTAL SOBRE
EL ASEDIO
DEL ALCÁZAR
DE TOLEDO
Y SU LIBERACIÓN

El siguiente video es una película documental del NO+DO, al cual le han sido quitados los títulos y (en forma inexplicable), el final.

Veamos de qué se trata, antes de seguir:



Como vemos que ha sido abruptamente cortado, les ofrecemos a continuación el final, en otro vídeo —coloreado pero lamentablemente de menor calidad— que pueden descargar desde el siguiente enlace:

VIDEO DEL ALCÁZAR


Pidámosle a Nuestra Señora del Alcázar, cuya imagen alumbra estas líneas, que sepamos ser dignos del legado de los héroes.


Valientes defensores del Alcázar,

¡Presentes!


Todos los Caídos por Dios y por España,

¡Presentes!


sábado, 27 de septiembre de 2008

Poesía que promete


BLASÓN DE ESPAÑA

  • I

Las piedras del Alcázar de Toledo
—piedras preciosas hoy— vieron un día
al César, cuyo sol no se ponía,
poner al Mundo admiración y miedo.

Sillares para el templo de la Fama,
palacio militar, a su grandeza
el arte dio la línea de belleza
que una vez más desdibujó la llama.

Hoy, ante su magnífica ruina,
honor universal, sol en la Historia,
puro blasón del español denuedo,

canta una voz de gesta peregrina:
“¡Mirad, mirad cómo rezuman gloria
las piedras del Alcázar de Toledo!”

  • II

General Moscardó: Guzmán el Bueno,
la suprema lealtad el mundo llama.
Mas hoy tiene la lengua de la Fama
de Guzmán el Mejor el aire lleno.

Insuperable hazaña —se decía—
los muros de Tarifa contemplaron.
Y, para nunca más volver, pasaron
aquel hombre y la España de aquel día.

Maravillosamente desmentido
fue tal decir. A la asombrada Historia
tu pobreza sin nombre desengaña.

Hoy fue más grande que el ayer ha sido.
No faltó España a la suprema gloria,
ni otro Guzmán a la tremenda hazaña.

Manuel Machado
el Bueno

viernes, 26 de septiembre de 2008

España en nuestro ser


CIMAS Y SIMAS
DE LA PIEL DE TORO


Hace algunas semanas el gobierno marxiliberal de España derogó la fecha del 25 de julio, Día de Santiago Apóstol, como festividad nacional.

El inspirador de los grandes rumbos de la historia española está silenciado. La cristofobia se ha querido cobrar su derrota en la Cruzada de 1936-1939, y lo hace con el disfraz burgués del Presidente del Gobierno Rodríguez Zapatero, nieto de un tal Lozano, capitanejo rojillo de la Anti-Hispanidad.

Lo que acabamos de escribir era lo que pensábamos cuando nos ubicamos en el Tren Ave que en dieciocho minutos cubriría los noventa kilómetros que unen el Manzanares al Tajo en la línea Madrid-Toledo, la Ciudad Imperial. Pronto los dos caballeros que con sus comentarios me habían dado la noticia se alejaron. Aquel brillante día primaveral, pero por su temperatura casi estival, para mí tomó tonos grisáceos, y hasta un algo de frío como llegado de la Sierra del Guadarrama.

Había en la decisión gubernamental zapateril mucho de resentimiento. El mismo que estudia Marañón, en la biografía de Tiberio, sosteniendo la necesidad de una cierta cantidad de maldad para que incube y pueda desatarse en la adolescencia con sus dos fuentes claves, la competencia y la preterición. A ellas debe agregarse una memoria contumaz que no desgasta el tiempo. Con mucha razón decía Unamuno: “entre los pecados capitales no figura el resentimiento, y es el más grave de todos”.

En el devenir del rapidísimo paisaje, y como regalo de la ruta, fue surgiendo ante nuestros ojos toda una teoría de valores que se pretende canjear por paquetes ideológicos cerrados. En los días que corren se invoca por parte de liberales y marxistas sólo la necesidad de desarrollar la economía. La difusión de estas recetas taumatúrgicas es apoyada desde los centros mundiales, por lo que el poder cultural se encuentra en otro lado. La España oficial es hoy el ejemplo que ilustra las tesis del nihilista Antonio Gramsci: “Una vez ganada por valores que no son los suyos, la sociedad vacila sobre sus bases y entonces no hay más que explotar la situación sobre el terreno político”.

Consciente de esto, el entonces Ministro Fernández de la Mora, pocos meses antes del fallecimiento del Generalísimo Francisco Franco, escribía en una página del diario “ABC”: “En octubre de 1930 José Antonio Primo de Rivera decía en Bilbao: «Como nos dijo hace unos días Ramiro de Maeztu, todo Estado que desea perpetuarse forma sus generaciones en los principios mismos que le sustentan. Sólo nosotros cometemos la incomparable estupidez de abrir con nuestras propias manos las puertas de la casa a quienes sólo quieren entrar para arrojarnos de ella con sangre y vilipendio»”.

Los años le han dado la razón. España está siendo conducida a una situación similar a la que señalaba el nefasto Manuel Azaña cuando, con masónico alborozo, espetaba que “había dejado se ser católica”. Hoy la vemos en esa ruta con un gobierno descristianizador, campeando el aborto, los divorcios, la baja demografía, el vicio contranatura, las autonomías balcanizadoras con la partidocracia gestora de todas las infidelidades.

Pero ya era hora de descender en la Imperial Toledo. Allí nos reencontramos con la España tradicional. La real y que aguarda. La reserva perenne de la cultura donde se asienta el verbo de Occidente en tres capítulos eternos: Atenas, Roma, Toledo. Al echar pie a tierra nos enfrentamos casi de inmediato a torreones centinelas para luego trasponer la Puerta de Bisagra, cuyo dintel está orlado por gigantesca Águila Bicéfala timbrada con la Corona del Sacro Imperio Romano Germánico. Respiramos entonces la España Cruzada y Misionera, la de nuestro querer. La de las Leyes de Indias, Lepanto y la Contrarreforma, con la que enfrentara la satánica subversión de los siglos XVI, XVII, XVIII y XIX, dándose en holocausto durante los años de la Guerra de Resistencia y Liberación.

Recorrimos luego el Tajo que rodea el desafiante Real antes de marchar hacia el Atlante océano azul que imita el color de las camisas falangistas. Nuestra primera visita intentó ser para el Alcázar, sede de XV Concilios que dictaron normas morales, siendo también cuna de las instituciones políticas peninsulares, luego residencia de Fernando e Isabel, Carlos V, Felipe II y reducto de heroicidades que asombraron al mundo. Encontramos sus portones cerrados desde hace años con el pretexto de refacciones que esconden el odio y el resentimiento del que hablamos más arriba. No pudimos, por ende, llegar hasta el despacho del General Moscardó, donde suponemos seguirá cubriendo una de la paredes la plancha de blanco mármol con el diálogo entre el Jefe de la Fortaleza y su hijo condenado a muerte por la bestial milicia roja. De hecho nos fue impedido orar ante las sepulturas de los Defensores entre las que se halla la de Antonio Rivera, el Ángel del Alcázar. Todo un capítulo de la Gran Historia Viril, cerrado el 28 de setiembre de 1936, cuando el laureado héroe, rodeado de los supervivientes guerreros, se cuadraba ante el Jefe de la Fuerza “salvadora de la heredad” y le decía: “Mi General, sin novedad en el Alcázar”.

Quedaban todavía algunas horas. Por ello remontamos las estrechas calles en busca del Greco, el inmortal griego que en aquel escenario del Siglo de Oro soñó su obra. Domenikos Theotokopoulos —así se llamaba el genio llegado desde Candia, la cretense tierra de olivares, palacios con laberintos y patria del Minotauro—. En la Catedral toledana se exhibe “El expolio de Jesús”, pero la que nosotros buscábamos estaba más cerca, en la Iglesia de Santo Tomé. De todos es conocida como “El entierro del Conde Orgaz”. Al llegar hasta ella quedamos extasiados. Sirviéndose de fríos tintes el pintor realiza, con el contraste de blanco y negro, formidables formas. Detenerse ante la enorme tela es comprender a los críticos que señalan sus temas religiosos como ensueños entre los cuales transitan las formas humanas “a modo de insospechados relámpagos”. Todo eso se aprecia en la mitad superior del óleo.

Así como en el segundo sector la presencia de nobles caballeros, monjes, clérigos y escribientes rodeando a quienes colocan en su lecho el cuerpo yacente del Conde enfundado en armadura de acero y con rostro pálido y barbado.

El conjunto es pura poesía. Ella resume miles de páginas y nos conduce a lo trascendente de la auténtica España católica, “que logra con la muerte eternidades”.

Nuestra jornada termina. Volvemos a las calles empinadas y como en los antiguos tiempos pasamos frente a talleres de espadas, morriones, tizonas y escudos donde el artista va trazando con hilos de oro la heráldica de las águilas sobre el acero negro.

Del Tajo es su agua bautismal. Toledo su Pila. En nuestro caminar nos sorprende un hecho: la iconoclastia no conseguió imponerse. Encontramos en una vía cercana a la Plaza principal una placa con el nombre de José Antonio. Debajo del cesáreo apelativo, también en bronce, una fecha: 1940. Nadie se ha atrevido a tocar el justo homenaje de la Ciudad Imperial al espíritu, que ama el servicio y remanga su camisa para curar, al honor a la palabra empeñada, al desinterés, a la abnegación y al sentido que “la vida no vale la pena si no es para quemarla en el servicio de una empresa grande”.

Poco más allá, en una calle de aspecto cervantino, nuestros ojos encuentran el eterno mármol con palmas de acero en recordación perpetua al General José Moscardó, cuya dura estirpe grabó para siempre su nombre de Caudillo con Laureada Heroica en Iberia, Francia, Italia, Alemania y la Patria Grande Hispanoamericana.

El tiempo apremia. Pero no podemos irnos sin un acto de piadoso homenaje a San Juan de los Reyes, la monumental iglesia levantada durante 1476 por expresa voluntad de Isabel la Católica. Cuenta el cronista que cuando le fue presentada la primera construcción, dijo a sus Maestros de Obras: “¿Esta nonada me habéis fecho aquí?” Por lo que ordenó al flamenco Juan de Guas que levantara la que con grandeza está ante nuestra vista. Belleza del Yugo y las Flechas con la Fe y la Voluntad de los Reyes Católicos. Maravilla de los largos paveses que sostienen las tallas del Águila nimbada y las puntas de sus alas hacia abajo, es decir con el vuelo abatido, que es como —según la tradición heráldica— se representa al Santo Patrono de Santa Isabel Reina. Los mismos símbolos que lucieran el Escudo y la Bandera de la Victoriosa España. Una, Grande y Libre. Hasta la instauración cainita que expulsó a San Juan, como ahora lo hace con el también Apóstol Santiago.

Volvimos a Madrid ya muy entrada la noche. Mirando el firmamento sentimos a los camaradas “haciendo guardia sobre los luceros”. Pese a la oscuridad tuvimos por cierto el amanecer. Entonces, nos dijimos, “volverá a reír la primavera”.

Luis Alfredo Andregnette Capurro

jueves, 25 de septiembre de 2008

Invitaciones


Queridos amigos:

Los invitamos a participar de
estas tres actividades que a continuación se detallan.
Gracias por concurrir a las mismas
y por difundir esta invitación.
Un abrazo.

Antonio Caponnetto
___________________________________

Presentación del libro

de Nicolás Kasanzew


La pasión según Malvinas


A cargo del Teniente de Navío (RE) Owen Guillermo Crippa,

Aviador Naval V.G.M.,

condecorado con la Cruz de la Nación Argentina

al Heroico Valor en Combate

El 21 de mayo de 1982, el Teniente de Navío Owen Guillermo Crippa, al mando de un Aermacchi MB-339, fue el primer piloto que llegó a la zona del Estrecho San Carlos en momentos en que se producía el desembarco británico. Aunque su misión era de exploración y su aeronave no estaba en condiciones de enfrentar aviones británicos, atacó a la flota descargando todo el poder de fuego de su aparato, logrando averiar seriamente al destructor Argonaut. Crippa logró escapar al fuego antiaéreo y dio aviso de la presencia de la flotilla británica, que recibió graves daños en la denominada Batalla Aeronaval de San Carlos.


A continuación, el Sr. Nicolás Kasanzew

recordará junto a nosotros su inolvidable experiencia en la guerra

por la recuperación de nuestras queridas Islas:


Malvinas: Los dos rostros

de una guerra silenciada


Cerrará el acto el cantor Carlos Longoni,

quien interpretará un par de canciones

dedicadas a la Gesta de Malvinas,

cuya letra pertenece a Nicolás Kasanzew.

El martes 7 de octubre, a las 19:00,

en Av. Callao 226, Ciudad de Buenos Aires.


Centro de Estudios

Nuestra Señora de la Merced

_______________________________

DOS HOMENAJES:

Alexandr Solyenitsyn y
Antonio de Oliveira Salazar


"Por la observancia se respeta y honra a las personas constituídas en dignidad"
Santo Tomás de Aquino, S.Th.II,IIae,q.102,1.

El Instituto de Filosofía Práctica
tiene el agrado de invitar a sendos homenajes.
El primero estará a cargo del R.P. Alfredo Sáenz,
de la Dra.María Delia Buisel de Sequeiros
y del Sr. Nicolás Kasansew,
el próximo jueves 9 de octubre a las 19:00.


El segundo consistirá en una disertación
del Dr. Marcos de Escobar, de nacionalidad portuguesa,
y abocado al estudio de la personalidad
del gran estadista católico.
Tendrá lugar el lunes 20 de octubre a las 19:00.

En ambos casos la cita es en la sede del Instituto,
Viamonte 1596, 1º.

Dr. Bernardino Montejano
Presidente
Dr. Gerardo Palacios Hardy
Secretario

miércoles, 24 de septiembre de 2008

24 de septiembre de 1812


VÍSPERAS
Y VICTORIA

DE LA
BATALLA

DE TUCUMÁN

Los enemigos vienen siguiéndonos. Si me retiro y siguen a cargarme, todo se pierde, y con ello nuestro total crédito… Animados están los soldados y deseosos de distinguirse en una nueva acción. Es de necesidad aprovechar tan nobles sentimientos que son obra del Cielo. Nada dejaré por hacer. Nuestra situación es terrible y veo que la Patria exige de nosotros el último sacrificio para contener los desastres que la amenazan…

Mis compañeros de armas están llenos del fuego sagrado del patriotismo y dispuestos a vencer o morir con su General. La Santísima Virgen de las Mercedes, a quien he encomendado la suerte del Ejército es la que ha de arrancar a los enemigos la Victoria…

La Patria puede gloriarse de la completa victoria que han obtenido sus armas el día 24 del corriente, día de Nuestra Señora de las Mercedes, bajo cuya protección nos pusimos. Dios protege la santa causa. Nuestro triunfo no tiene igual.


Manuel Belgrano
(Oficios al Triunvirato y parte de guerra)

martes, 23 de septiembre de 2008

San Pío de Pietrelcina


EL PADRE PÍO,
HIJO DE SAN FRANCISCO

Se ha escrito mucho sobre el Santo Padre Pío, y sobre todo sobre el carácter extraordinario de su ministerio sacerdotal, ya sea en el confesionario, en el altar, o en su apostolado con las almas. Pero pocos, al parecer, han tratado más especialmente sobre su vida religiosa y franciscana. Sin embargo, ella es su vocación esencial, y como el fundamento de su eminente santidad: en efecto, el religioso, por su profesión debe tender a una vida más perfecta, según el camino de los consejos evangélicos. Por eso, aunque el estado religioso hoy en día está poco valorizado, tratemos de conocer mejor al Santo Padre Pío como hijo de San Francisco, según varios datos extraídos de sus diversas biografías.

La vocación franciscana del Padre se dibujó desde antes de su nacimiento, cuando su madre, que era terciaria franciscana, lo encomendó durante su embarazo al Santo de Asís.

En su época era una costumbre muy difundida en Italia que una madre joven, que deseara un parto feliz, se confiara a la protección del Seráfico Patriarca. Para eso, llevaba su medalla al cuello, rezaba cada día un Padrenuestro, un Avemaría con invocación al Santo, y le prometía darle al niño para la primera o la segunda orden, con el nombre de Francisco o Francisca.

Nuestro futuro Santo, entonces, fue bautizado con el nombre de Francisco y —azar o providencia— en una iglesia dedicada a Nuestra Señora de los Ángeles, como la capilla de la Porciúncula, la “cuna” de la orden franciscana.

Desde la edad de cinco años —según el testimonio del Padre Agostino, su confesor— mientras apenas se estaba despertando su razón, se consagró totalmente y para siempre a Dios, más de diez años antes de su ingreso en religión.

Enseguida se distinguió de los demás niños de su edad por su gran piedad, llevando aún a su abuela a la iglesia desde el primer sonido de las campanas. Habría de ser un monaguillo ejemplar, ayudando desde temprano la Misa de cada día, y haciéndose notar entre otros niños por su devoción y su porte.

También desde temprano, ofrecía numerosos sacrificios a Jesús, y practicó una severa ascesis: su madre testimoniaría más tarde que “prefería dormir sobre la tierra, con una piedra por almohada”. Ella también lo sorprendió flagelándose duramente con una cadena de hierro, “acto que repetía a menudo”. Tenía más o menos ocho años cuando le preguntó por qué se golpeaba así; Francisco le contestó: “Debo golpearme como los judíos han golpeado a Jesús y han hecho sangrar su espalda”.

Estos hechos confirman bien lo que el Padre Pío confesaría años más tarde: que había “sentido fuertemente desde la más tierna infancia la vocación al estado religioso”.

Su madre sintió la primera intuición acerca de esta vocación, cuando un día le confió a “Razzio”, su esposo: “Yo seré feliz si llega a ser sacerdote o solamente hermano”. El día del 55º aniversario de su profesión religiosa, el Padre Pío lo contaría en el comedor: “En estos días, hace mucho tiempo, mi madre me dijo: «He soñado con San Francisco; me dijo que debo llevarte al convento de los monjes, porque debo hacerte franciscano»”.

En 1898 Francisco tenía once años, y en una aparición, Jesús le reveló su futuro religioso: santificarse y santificar a los demás. En la misma época, mientras que en los campos se realizaba la cosecha, un hermano lego capuchino, Fray Camilo se presentó en la casa para mendigar víveres en provecho del convento de Morcone.

Esta visita providencial impresionó fuertemente al joven Francisco, que declaró, cuando regresó su padre: “Quiero ser monje”. Éste le preguntó si quería irse con los franciscanos de Paduli, el pueblo vecino.

“No, contestó el chico, quiero hacerme monje con barba”. La gracia no suprime la naturaleza…
Luego de recabar informaciones, Francisco no pudo entrar en el convento enseguida, no porque le faltase barba, sino porque había que tener por lo menos quince años, y conocimientos escolares suficientes si se aspiraba al sacerdocio. Grazio Forgione iba entonces a tener que emigrar a América para poder pagarle a su hijo los cursos particulares dispensados por un preceptor de pueblo, conocedor del idioma latino.

Cuando Francisco alcanzó la edad y el nivel escolar requeridos para la admisión al noviciado, el demonio, sintiendo en él un terrible adversario, se desencadenó para impedir la realización de su proyecto. No solamente por unos terribles combates interiores, que el Padre Pío más tarde calificaría como “martirio” al terrible recuerdo, sino también por medio de calumnias escandalosas de su profesor, que provocarían hasta una encuesta por parte de los capuchinos.

En este ambiente tenebroso que marcó sus últimos días en el siglo, fue sin embargo reconfortado por tres revelaciones divinas que lo esclarecieron también sobre su futuro estado de vida: primero la visión de un inmenso campo de batalla donde, entre dos campos adversos, un hombre de una encandiladora belleza lo comprometía a ir a combatir contra un gigante cuya frente tocaba las nubes, asegurándole la victoria.

Luego, dos días antes de su partida, una segunda visión, esta vez intelectual, le hizo comprender que iba a entrar en la milicia de Cristo para combatir a Satanás. No tenía nada que temer, mostrándose valiente y confiado en Jesús.

Finalmente, durante la última noche bajo el techo familiar, una aparición de la Santísima Virgen y de Nuestro Señor, que le impuso la mano sobre la cabeza para fortalecerlo.

Aquellas dos primeras visiones hicieron pensar enseguida en la revelación que tuvo San Francisco antes de su conversión, donde el Señor lo invitaba a combatir como caballero. Lo que Tomás de Celano, su primer biógrafo, había afirmado del Santo fundador, se le aplicaba perfectamente a nuestro beato: “Esta visión de las armas al comienzo de su carrera es verdaderamente admirable: una toma de armas era perfectamente indicada para el caballero que, como un nuevo David, debía atacar al hombre fuertemente y bien armado”.

Varios años más tarde, el Padre Pío habría de recordar esta escena ante sus compañeros: “La vida religiosa es una lucha, un combate sin tregua. Nosotros, que estamos en primera línea, contra un enemigo armado hasta los dientes, debemos enfrentarlo con todas nuestras fuerzas”.

El 6 de enero de 1903, en pleno invierno, Francisco se fue a tomar el tren para entrar al convento de Morcone, distante a más o menos treinta kilómetros de Pietralcina. En la estación, la separación con su madre fue patética. Después de haberle entregado un rosario y dado su bendición, le tomó las manos, diciendo: “¡Hijo mío, se me desgarra el corazón, pero no pienses en el dolor de tu madre. San Francisco te llama; bueno, sigue tu vocación y que el Señor haga de ti un santo!”

Más tarde, el Padre Pío dejaría escapar esta confidencia: “Para decir la verdad, nunca he sido tentado contra la vocación durante mi vida religiosa, pero o a veces, cuando los ataques del demonio se hacían demasiado vivos, la escena emocionante del adiós a la Mamma me volvían al espíritu y retomaba el ánimo”.

Un año más tarde, después de la ceremonia de profesión, ella lo abrazó nuevamente, diciéndole: “Hijo mío, ahora sí, eres enteramente hijo de San Francisco; que él te bendiga”.

Ese adolescente no tenía todavía los dieciséis años cuando tocó a las puertas del convento del noviciado. Por arriba de la puerta de la clausura, vio un cartel: “O la penitencia, o el infierno”. Más lejos, sobre una bóveda del corredor: “Silencio”. Y por fin, en el umbral de su celda: “Ha muerto y su vida está escondida con Dios en Jesucristo” (Colosenses, III, 3). Enseguida pasó su examen sobre las materias generales, y también el de latín.

Habiendo rendido todo satisfactoriamente, entró en el retiro para prepararse para recibir el hábito capuchino, el 22 de enero. Con el hábito, llevó un nuevo nombre: Fray Pío. ¿Lo había elegido él, o se lo habrán impuesto? Los biógrafos divergen, pero la segunda solución es la más probable, según la costumbre de la Orden. En todo caso, si abandonaba el nombre de Francisco, no es sino para imitar mejor a su Santo Patrono.

En efecto, como lo afirmará más tarde Pío XI a los capuchinos: “Lo que es el carácter de su orden, es una imitación estrictísima de su Padre San Francisco”.

Contentémonos entonces con relatar, entre los hechos más sobresalientes de su vida religiosa, aquellos que denotan en forma más particular a un verdadero y perfecto discípulo de San Francisco en el Padre Pío.

Y en primer lugar, su profunda devoción a la pasión de nuestro buen Salvador. En efecto, al testimonio de San Buenaventura, “el camino seguido por San Francisco no es otro que un ardiente amor de Jesús crucificado”.

Fue meditando ante un crucifijo que el Poverello recibió su misión del Señor, y fue así que el Padre Pío recibió sus estigmas. Aquellos que se han codeado con el Padre Pío en el noviciado, y luego en el escolasticado, recuerdan que debían extender un pañuelo en tierra ante él, para esponjar las lágrimas que le venían durante la meditación consagrada a la pasión.

Fue un digno imitador del Seráfico Padre, quien lloraba tanto sobre Jesús crucificado, que terminó casi ciego y fue dispensado de leer el Breviario. Lo mismo le ocurrió también al Padre Pío en el año 1912, de manera que tuvo que conmutársele la recitación del Breviario por la del rosario hasta su curación.

Para San Francisco, Jesús humillado no era menos adorable bajo las Sagradas Especies que sobre la cruz.

Todas sus biografías subrayan su devoción excepcional al Santísimo Sacramento. Aún ciertos protestantes, como Sabatier o Boehmer, lo confiesan: “la Eucaristía era el alma de su piedad” y en sus exhortaciones era “el tema favorito del Santo”. Aquí el beato Padre Pío de Pietralcina de nuevo se revelaba como un ardiente émulo del Serafín de Asís: “Lo que me inspira el mayor amor es el pensamiento de Jesús en el Santísimo, y mi corazón se siente atraído por una fuerza superior antes de unirse a él, por la mañana, en la comunión. Siento un hambre y una sed tales antes de recibirla, que falta poco para que no muera de inanición”.

No se puede tildar de exagerada a esta última frase: cuando era estudiante en Venefro, estuvo tan enfermo que permaneció veintiún días sin poder tragar nada, salvo la Sagrada Hostia. Y sus dirigidos recuerdan cómo los exhortaba a recibir frecuentemente la comunión.

San Francisco profesaba una gran veneración por la regla de la Orden que afirmaba haber recibido del Señor mismo, junto con la misión de hacerla observar al pie de la letra, sin glosas. Para él, “la regla es el libro de la vida, el seguro de la salvación, la médula del Evangelio, el camino de la perfección, la llave del cielo…”

Por lo tanto, comprometía “a todos los hermanos, en nombre del Señor, a aprender el texto y el sentido de todo lo que está escrito en esta regla para la salvación de nuestra alma, y a ponérselo frecuentemente en la memoria”.

Fray Pío, siempre dócil a la voz del Santo fundador, no leyó casi ninguna otra cosa durante todo su año de noviciado, más que la regla y las Constituciones de la Orden, de las cuales San Pío V había formulado este elogio: “He aquí Constituciones inspiradas evidentemente por el Espíritu Santo. Quien las observe fielmente puede ser puesto en el número de los Santos”.

El Padre Tommaso, maestro de novicios, confesaría no haber encontrado nunca en Fray Pío un defecto sobre esta observancia, y hasta el fin de su vida, no solamente no pidió jamás dispensa alguna, sino que también permaneció fidelísimo hasta a las menores prácticas, como la de inclinar la cabeza al oír pronunciar los nombres de Jesús, María y San Francisco.

La virtud de obediencia es maestra de toda la vida religiosa. San Francisco la consideraba con espíritu de fe: “un sujeto no debe considerar el hombre que hay en su superior, sino a Aquel por el amor de quien eligió obedecer”.

Los capuchinos se encuentran invitados a cumplir esta virtud por sus Constituciones, las cuales los exhortan a tener hacia sus superiores la obediencia y el respeto “que merece su calidad de representantes de San Francisco o más bien de Cristo nuestro Dios”. El Padre Pío observaba a sus superiores con esa mirada de fe: “su voz, para mí, es la de Dios, a quien quiero tenerle confianza hasta mi muerte”. Y esto era lo que le inculcaba a los demás: “Obedezcan prontamente. No miren ni la edad, ni el mérito de la persona. Para lograrlo, imagínense que obedecen a Nuestro Señor”.

Tal era el puro espíritu de San Francisco, quien había declarado: “Estoy listo para obedecer con la misma prisa a un novicio de una hora que se me diera por guardián, que al fraile más anciano y más experimentado”.

¿Qué decir con respecto al Poverello y a su Dama Pobreza? Para él, lo superfluo era sinónimo de robo: “Nunca quise recibir todo de lo cual tenía necesidad, por temor de que los demás pobres fuesen privados de su parte”.

El Padre Pío había retenido perfectamente esta lección. Había fundado la “Casa”, la casa para el alivio del sufrimiento, para que en ella se cuide de los pobres; y la había querido grande, hermosa, construida con materiales de último modelo y además con mármol…

Sin embargo, un año antes de morir, mientras se veía impotente y estaba agobiado por las enfermedades, uno de sus hijos espirituales —en connivencia con el Padre guardián— hizo instalar en su celda un aire acondicionado para aliviarlo de los ardores de la canícula. Cuando vio el aparato, la primera pregunta del Padre fue: “¿Cuánto costó?” Se le contestó: “Quinientas mil liras”. Entonces perdió la paz del alma, protestando ante todos aquellos que lo visitaban: “¿Qué diría San Francisco? ¿Qué diría San Francisco?” Jamás consintió en utilizar el aparato, sino como mesa para apoyar objetos.

Como el Poverello, quería esa pobreza no solamente para sí mismo, sino también para su Orden, quejándose en ocasión de un gasto hecho por la Provincia, por ser “sin duda contrario a nuestra sencillez y a nuestra pobreza seráfica”. Tampoco le gustaba la nueva iglesia conventual, no conforme al espíritu del Santo fundador y a las Constituciones capuchinas, que prescriben “que no se busque hacerlas grandes y espaciosas”.

“Bienaventurados los pobres…” (San Lucas, VI, 20). La pobreza amada, es ya la beatitud. La paz de aquel que no tiene nada que lo retenga aquí abajo, y que está contento con todo. El Seráfico Padre llamaba a la tristeza “el mal babiloniano”, y su alegría pasó a ser legendaria. Hizo de ello un precepto para sus primeros discípulos: “que los hermanos tengan cuidado de no adoptar un aire sombrío, una tristeza hipócrita, sino que se muestren alegres en el Señor, amables, de buena gana, como conviene”.

En el plano humano, la alegría del futuro Santo Padre Pío es desconcertante, visto el gran sufrimiento que sentía a cada instante. Su sufrimiento físico eran los estigmas, las sucesivas enfermedades, fiebres de más de 40º. Su sufrimiento moral eran las noches del espíritu, las tentaciones obsesivas, los temores lancinantes, la preocupación por las almas, las persecuciones, etc… Los sufrimientos fueron adicionándose y multiplicándose entre sí, sin tregua.

Tratemos de tener espiritualmente presente todo esto, escuchando ahora a sus compañeros:

— “El Padre Pío era siempre alegre y chistoso”.

— “Siempre era alegre, y cuando contaba una historia, era tan jovial que uno no se cansaba nunca de escucharlo”.

— “Siempre afable, en conversación con sus hermanos sobre todo. Era vivo, y a veces animador, contando muchos chistes”, llegando aún hasta la broma.

Que se lea la lección Fray Francisco y Fray León sobre “la alegría perfecta” y se juzgará si, allí de nuevo, el Padre Pío no fue su digno hijo.

Otra nota franciscana que brilló particularmente en el Padre, aún cuando no se manifestaba ante los ojos de todos, fue su gran frugalidad, en la escuela del Poverello. Este último se abstenía de los alimentos cocidos y acumulaba las cuaresmas en el año. Al final de una de esas cuaresmas, no había comido nada, y rompió el ayuno por humildad, para no igualar al Divino Maestro.

Un día de Pascua, mientras los frailes habían preparado una mesa mejor servida, salió a mendigar y volvió a comer sentándose en el suelo… En cuanto al Padre Pío, hacía cuaresma todo el año, “aún en la Navidad y en la Pascua”. Para todo el mundo era fiesta, pero para él siempre había ayuno y oración.

Solamente comía al mediodía, tomando apenas un vaso de agua por la mañana y por la tarde. Sus médicos nos han contado su régimen habitual: un plato de verdura, un pedazo de fruta. Jamás carne ni pan. Más o menos 250 calorías cotidianas, incapaces de compensar la sangre que perdía cada día por los estigmas, sin hablar de su labor extenuante en el confesionario.

Todavía se podrían revelar numerosos otros rasgos de conformidad entre el Padre Pío y su Seráfico modelo, y si se dice del sacerdote que es un “alter Christus” —lo que es tanto más verdadero para el Padre Pío— se puede decir también que en cuanto religioso y capuchino, fue un “alter Franciscus”. Su apego al ideal religioso franciscano se manifiesta desde el comienzo hasta el fin de su vida, y, por contraste, más particularmente durante sus primeros años de vida sacerdotal que tuvo que pasar fuera del convento, “en exilio” en su país nativo.

En diciembre del año 1911, después de un corto ensayo de vuelta a la vida de comunidad en el convento de Venafro, el Padre —sufriendo— tuvo una aparición de San Francisco, anunciándole que debía volver nuevamente a Pietralcina, la cual le arrancó dolorosas quejas: “Oh, seráfico Padre mío, ¿me expulsas de tu Orden?… ¿No soy más tu hijo?… ¡Te me apareces ahora para decirme que vuelva a esta tierra de exilio!”

Las quejas continuaban repitiéndose en las cartas dirigidas a sus superiores: “Mi posición fuera del claustro ensombrece toda mi vida (…) el más grande de los sacrificios que he hecho al Señor, ¿no es poder vivir en el convento?”

En efecto, el convento para él era “el lugar seguro, el asilo de paz”.

Por eso, cuando las autoridades superiores de la Orden estaban pensando en secularizarlo definitivamente, él rezaba con todas las fuerzas de su ser para que aquella prueba intolerable no le fuese impuesta.

“¡Qué humillación es para mí, Padre mío, el verme separado de la Orden seráfica! Se trata de un inmenso dolor que me aplasta (…) todas las lágrimas que he derramado me han hecho también sufrir mucho, y he sido obligado a meterme en la cama, en donde me encuentro todavía”.

Gracias a Dios, y también a sus superiores inmediatos, aquello no tuvo lugar, y sacó de todo eso un amor aún más grande por su vocación capuchina: “Y ¿dónde pudiera servirte mejor, oh Señor, sino en el claustro y bajo el estandarte del Poverello de Asís? (…) Que el Buen Jesús me otorgue la gracia de poder ser un hijo menos indigno de San Francisco; que pueda yo servir de ejemplo para mis compañeros, de manera que el celo aumente siempre más en mí para ser un perfecto capuchino”.

El Padre Pío sufría mucho ante la evolución, o más bien, ante la revolución que veía que se estaba operando bajo sus ojos, tanto en el campo social como en el religioso. En octubre de 1967 le confió a su sobrina: “Dentro de dos años no estaré más, porque habré muerto. Muchas cosas cambiarán”. Cambios que reprobaba: “seamos los imitadores de nuestros padres, que nos han precedido en el buen camino y nos llevaremos bien”.

Todo esto le hacía decir al Padre Clement: “Lo que entristecía al Padre Pío al final de su existencia era el abandono, por parte de varios capuchinos, de las tradiciones ancestrales, pero sobre todo la fuerte disminución de las vocaciones de la Orden”.

Más que parafrasearla, dejemos aquí que el Padre Alberto Ghinato nos cuente una sabrosa anécdota:

“El amor que tenía por el hábito —tanto, que le era pesado quitárselo, aunque fuese tan sólo por poco tiempo y por necesidad— era tan proverbial, que un compañero quiso hacerle una broma… posconciliar: se presentó durante la recreación con un metro de costurera en la mano.

“— ¿Qué vas a hacer con ese metro?

“— Debo tomar medidas.

“— ¿A quién?

“— A usted.

“— ¿A mí? ¿Y por qué? ¿Quiere hacerme un hábito?

— No, no. Debo tomar medidas para un pantalón, porque nunca se sabe. ¿Está al tanto? El Capítulo General se está desarrollando en este momento, y es posible que nos obliguen a vestirnos de civil. Es mejor estar preparado…

“— ¿Has perdido la cabeza? He vivido y moriré con este hábito bendito, ¿has entendido?

“Quince días más tarde, moría enfundado en ese hábito”.

Si hubo una evolución que encontró en él a un reaccionario encarnizado, tal fue el liberalismo de las costumbres: anticoncepción, aborto, concubinato… pecados con que lo torturaban en el confesionario.

“Cuando te has casado, es Dios quien decide cuántos hijos debe darte”. Había bendecido el casamiento de una pareja, retomando la palabra de Dios a nuestros primeros padres: “Creced y multiplicaos”. Y aquella pareja tuvo dieciséis hijos.

Se mostraba sin piedad para las mundanas, y había hecho fijar un cartel en la puerta de la iglesia con un aviso prohibiendo el ingreso para las mujeres en pantalones, sin velo o con vestidos demasiado cortos.

Antes de que la moda femenina hubiera llegado hasta la imposición de la minifalda, el Padre ya expulsaba del confesionario, con palabras encendidas, a las penitentes cuyas polleras no alcanzaban a taparles las rodillas: “Verás como arderá tu carne desnuda”. Más de una vez cerró la portezuela ante unos labios pintados. A sus hijas espirituales les exigía particularmente un porte decente: “El Señor condena estas modas impúdicas y escandalosas que llevan a la ruina a las almas… No deben seguirlas bajo ningún pretexto…”

San Francisco de Asís había instituido la Tercera Orden para todos aquellos que querían santificarse en el mundo sin sacrificar al mundo.

El Padre Pío hubiera querido que todos sus hijos espirituales adoptasen tal regla de vida: “Deseo tanto que entren en la Tercera Orden y que se hagan parte de la familia franciscana. Ahí podrán sacar el espíritu evangélico del Seráfico Padre San Francisco y vivirlo. El ardiente deseo de mi corazón es que todos mis hijos espirituales pertenezcan a una de nuestras fraternidades seculares; entonces me siento vuestro verdadero padre y vuestro verdadero hermano”.

Allí sí que podrían imitar bien a Jesucristo, en pos de San Francisco: “Que jamás se aleje de vuestro espíritu la figura del Seráfico Padre San Francisco, que tan bien supo reproducir en él las virtudes de Dios hecho hombre”.

Para él, el terciario también debía ser un apóstol: “No te canses de propagar la Tercera Orden y de procurar, por este medio, a todo el mundo, la verdadera vida. Haz conocer a todos a San Francisco y a su verdadero espíritu. Grande será entonces el mérito que les estará reservado Arriba”.

Hasta su muerte, el Padre Pío no dejó de agregar así a la Orden franciscana a una élite de primer valor, que ejerció en el mundo una influencia insospechable (varios de los terciarios eran antiguos masones convertidos).

Como epílogo, y lamentando no poder disertar sobre las demás virtudes religiosas del Padre Pío de Pietralcina —como por ejemplo, sobre su oración ininterrumpida, acerca de su profundo recogimiento o de su caridad fraterna— necesariamente debemos subrayar su extraordinario espíritu de sacrificio, que es como el alma de su vida religiosa y sacerdotal.

En efecto, los Doctores de la Iglesia, desde San Agustín hasta San Alfonso María de Ligorio, se ponen de acuerdo para ver en el estado religioso un holocausto, a imagen de este sacrificio del Antiguo Testamento donde la víctima era totalmente consumida por Dios.

Aquí, la persona consagrada a Dios Nuestro Señor no se reserva más nada de todos sus poderes temporales, corporales y espirituales, por los tres votos de religión, que la clavan definitivamente a la cruz con su Redentor, “acabando así en ella lo que falta a la Pasión de Cristo para su cuerpo, que es la Iglesia” (Colosenses, I, 24).

El Padre Pío estaba plenamente consciente de eso: lo atestiguan las palabras que él mismo había escrito sobre su estampita del jubileo monástico: “Cincuenta años de vida religiosa, cincuenta años clavado sobre la cruz, cincuenta años de fuego devorador, por Ti, Señor, y por aquellos que has redimido”.

Sin embargo, el Padre Pío estaba tanto más destinado a una vida de víctima, cuanto que se hallaba revestido del carácter sacerdotal, que lo asemejaba a Nuestro Señor Jesucristo, sacerdote y víctima de su propio sacrificio. Por eso, también había escrito, esta vez sobre su estampita de ordenación sacerdotal, una oración con la cual le pedía al Señor que hiciera de él no solamente un “sacerdote santo”, sino además una “víctima perfecta”.

La Santísima Virgen María, Madre de la Divina Víctima y Corredentora, también habría de asistirlo en ese largo via crucis: “Jesús y su Madre bienamada me animan, sin dejar de repetirme que la víctima, para llamarse tal, debe derramar su sangre”.

Este via crucis era, a la vez, doloroso y alegre: “No pido en absoluto tener una cruz más ligera, puesto que me es suave sufrir con Jesús; mirando la cruz sobre sus espaldas, me siento cada vez más fortalecido, y exulto con una santa alegría”.

Y, por fin, ese grito proveniente de su corazón: “Oh, qué hermosa cosa es ser víctima de amor”.

Fray Juan
(del Convento San Francisco de Morgon, Francia)

lunes, 22 de septiembre de 2008

El Maestro en su cátedra


DIÁLOGOS
(IM)PERTINENTES

HISTORIAS DE LA NADA

— El Discípulo: Maestro, hace un par de meses se conmemoraron los cuarenta años del “Mayo francés” y los diarios, suplementos culturales y revistas le dedicaron largos artículos. ¿Qué me puede decir al respecto?

— El Maestro: “Los papeles” —como se le decía en un pasado remoto a la prensa escrita— se mantienen fieles a su tradición: llenan carillas con noticias que no existen, ideas que no importan y “cosas que no son”, como decía Castellani (“Qué gente que sabe cosas / la gente de este albardón / Qué gente que sabe cosas / pero cosas que no son”).

— El Discípulo: Pero Maestro, no se los puede acusar de tal pecado en este caso. El “Mayo francés” existió y ejerció fuerte influencia.

— El Maestro: Niego ambas cosas. A cierto grupo de experiencias ocurridas en mayo de 1968 los papeles le pusieron un nombre común y pretendieron que representaban alguna cosa en el terreno de la política y de la cultura. Pero sus huellas en la política sencillamente no existen…

— El Discípulo: ¿Pero sí en la cultura?

— El Maestro: Menos que menos. Nada importante, nada serio, nada significativo deriva del “Mayo francés” y su ideología. Supuesto que hubiera tenido alguna.

— El Discípulo: Pero, Maestro, algo se puede predicar del asunto, puesto que en ciertos días del mes de mayo de ese año pasaron en Francia ciertas cosas.

— El Maestro: Bien, acepto que exageré para enfatizar la verdad. Pero esa serie de acontecimientos tienen la consistencia y la importancia de un síntoma.

— El Discípulo: Bueno, eso es algo.

— El Maestro: Suponte que cuentas la historia de una persona y llegas en ella a su enfermedad final. ¿Dedicarías mucho tiempo a relatar y comprender la fiebre que anunció la llegada de su mal?

— El Discípulo: No, por cierto.

— El Maestro: Bueno, esa es la máxima existencia y consistencia que puedo atribuirle al famoso “Mayo francés”. No hay nada en él que merezca un análisis profundo, porque nada de importante hay en él.

— El Discípulo: Bien, Maestro, ¿pasamos entonces a otro tema?

— El Maestro: No, seguimos en éste, porque la importancia que no tiene el hecho en sí la tienen los múltiples comentarios a su respecto. Desnudan la etapa en que se dieron —la “década del sesenta”— el canto de cisne de la modernidad.

— El Discípulo: En uno de los múltiples artículos sobre el “Mayo francés”, leo que Roland Barthes consideró a “los acontecimientos” (“les evenements”, así se les dijo en París) como “una escritura destituyente contra los que consideraban la palabra como una actividad ilusoria”.

— El Maestro: El típico pensamiento débil (como lo calificaría más adelante Vattimo). Es una idea que, como no conecta con ninguna realidad, se puede dar vuelta sin riesgos. Así, yo podría decir —no contra Barthes, sino enrolándome en sus palabras sin pensamiento— que fue “una actividad ilusoria contra los que consideraban la palabra como una escritura destituyente”. Da lo mismo. En ambos casos no quiere decir nada que valga la pena expresar. Si queremos discutir el “Mayo francés” muy pronto nos encontramos que estamos cocinando una torta sin harina ni huevos. Es más, sin horno. Es historiar la nada.

LOS ACONTECIMIENTOS

— El Discípulo: En Francia, como Usted acaba de recordar, se referían a lo que sucedía como “los acontecimientos”: ¿por qué ese nombre tan “neutro”?

— El Maestro: Muy sencillo. ¿Cómo podrían haberse nombrado? ¿La revolución? Hubiera quedado muy en claro que se le aplicaba la frase de Marx que acaba de recordar nuestra ilustrada presidenta, aquella referida a la repetición de los hechos históricos que se dan primero como tragedia y luego como farsa. (Cristina dijo “comedia”). Marx se refería muy concretamente al ascenso de Napoleón I como hijo de la tragedia (la Revolución francesa) y al de su sobrino Napoleón III tras la farsa revolucionaria del año 1848. Exactamente ciento veinte años después de aquello surge algo que Marx no había previsto: un tercer acto, una revolución que no alcanza ni siquiera a ser una farsa, una revolución sin objetivos, sin actores, sin medios. Les llamaron “los acontecimientos” porque de alguna manera había que nombrarlos.

— El Discípulo: ¿Y si repasáramos esos “acontecimientos”?

— El Maestro: De acuerdo. Comencemos por dar a cada uno lo suyo. La inquietud estudiantil, una de las raíces del “Mayo francés”, comenzó en Estados Unidos. Esa inquietud agrupó caprichosamente dos talantes muy diversos: lo que después sería lo posmoderno (espíritu de goce sin compromisos ) y los penúltimos resabios del revolucionarismo leninista (conquista del poder político). Así, los estudiantes se movilizaban por lograr dormitorios mixtos en las Universidades y al mismo tiempo denunciaban las “estructuras obsoletas del poder burgués” y se oponían a la guerra en Vietnam.

— El Discípulo: Pero en Francia…

— El Maestro: Lo que había comenzado en Berkeley se corrió a Europa (curiosamente, de allí rebotó a Estados Unidos más politizado) y en Nanterre reclamaron primero reformas universitarias, entre las cuales estaban concretas demandas de mayor libertad sexual y luego “la revolución”.

— El Discípulo: ¿Y que entendían por tal?

— El Maestro: Los maestros del pensamiento de los estudiantes —Marcuse el primero— habían formulado profundas críticas al modelo soviético. Sin embargo, el paradigma de la revolución seguía siendo la toma del Palacio de Invierno: los soviets, la ocupación del Estado inerme. Criticado, el mito de la revolución bolchevique sobrevivía. Por una razón fundamental: no había otro disponible.

— El Discípulo: Formidable poder evocativo, hay que reconocerlo.

— El Maestro: Jules Monnerot escribió un libro muy útil: “Sociología de la Revolución”, en el que explica que la idea revolucionaria es una faceta de la ideología progresista, y sostiene que el eclipse de la idea representará el fin de los tiempos modernos.

— El Discípulo: ¿Es lo que está pasando?

— El Maestro: Casi, casi. Todavía falta el rabo por desollar.

— El Discípulo: He aquí un tema importante, Maestro. Pero nos desviemos. Describamos mejor el “Mayo francés”.

— El Maestro: En la segunda semana de mayo de 1968, el lunes 6, grupos estudiantiles de París, haciéndose eco de los sucesos de Nanterre, organizaron manifestaciones más o menos numerosas. “Los acontecimientos” durarán cuatro semanas, del 6 al 31 de mayo. Las manifestaciones estudiantiles se fueron haciendo cada vez más numerosas, agresivas y politizadas. Pero, por lo pronto, carecían de una dirección única: había grupos trotskistas, maoístas, comunistas de obediencia soviética y anarquistas. Desde el primer momento intentaron sumar a los obreros, pero tanto el Partido Comunista (muy numeroso por entonces en Francia) como las centrales obreras, se manifestaron al principio muy desconfiados de lo que no vacilaron en calificar como una revolución de “hijos de papá”.

— El Discípulo: Pero luego…

— El Maestro: A partir de la tercera semana, como continuaban las manifestaciones y disturbios que la policía no conseguía dominar, los sindicatos —a regañadientes— aceptaron declarar una huelga general y el mismo Partido Comunista se acercó al movimiento. Pero no había ni una dirección unificada, ni una ideología comúnmente aceptada, ni una táctica común. El país estaba semiparalizado (algo parecido a algunos momentos de nuestro conflicto agrario) pero nadie daba un solo paso sólido hacia la conquista del poder, porque nadie estaba en condiciones de hacerlo.
El comunismo recibía órdenes de sus patrones soviéticos que los instaba a “no ceder a los provocadores”, es decir, a no desencadenar una revolucion en serio, con toma de poder incluída. Es que la U.R.S.S. transitaba ya las dificultades que la llevarían, veinte años después, a derrumbarse. Pero el viernes 24 de mayo “el orden burgués” parecía a punto de colapsar. Francia estaba paralizada por la huelga, la calle estaba dominada por los estudiantes, no parecía existir poder público organizado.

— El Discípulo: Una situación sin salida.

— El Maestro: Suelen ser las de más fácil solución. De Gaulle (por entonces era el Presidente) se había mantenido en una pasividad y un silencio que parecían los de un vencido. Después de asegurarse el apoyo irrestricto de las fuerzas armadas, el viernes 31 de mayo pronunció un discurso muy duro por radio, anunciando que no renunciaría y que haría cesar la protesta. En pocas horas las calles de París se vieron cubiertas por un millón de manifestantes que expresaban su apoyo al gobierno y su rechazo a los “revolucionarios” de pacotilla. Un mes después se realizaron elecciones de diputados y la izquierda toda quedó laminada, reducida a los guarismos más bajos de todo el siglo.

— El Discípulo: ¿Eso fue todo?

— El Maestro: Eso fue todo, aunque cueste creerlo, en cuanto a la faz política del “Mayo francés”: 26 días de manifestaciones, barricadas y toma de la Universidad. Hasta la huelga general, el fetiche del primer marxismo. Y todo para terminar en un entierro de tercera.

— El Discípulo: Ahora falta hablar de la ideología de este “acontecimiento”. ¿Hay allí algo más importante?

— El Maestro: Mucho menos, si cabe. Lo que se considera el núcleo de ideas de los revolucionarios es, más que los dos o tres manifiestos publicados, la colección de graffiti que, se dijo, muestran el carácter espontáneo de la nonata revolución. Se han publicado varias colecciones de tales graffitis, en su mayoría escritos en los muros de la Sorbona, la Universidad de París. Vamos a usar este librito rojo (“La imaginación al poder. La revolución estudiantil”) editado por una editorial argentina (Insurrexit) que contiene unos doscientos textos de graffiti. No hay un solo que demuestre claridad en los objetivos de “la revolución”. No hay un solo que pueda calificarse de inteligente o por lo menos ingenioso. Si se leen sin prejuicios son la colección de estupideces, ñoñerías y lugares comunes más grande de la historia.

— El Discípulo: Maestro, sospecho que no simpatiza mucho con el “Mayo francés”.

— El Maestro: Si querés decir, irónicamente, que odio esta estafa, estás equivocado. Apenas si despierta mi irritación. En todo caso, odio a la intelectualidad que tragó —y traga— estas imbecilidades sin decir el juicio que merecen. Vamos a las más famosas: “Prohibido prohibir”, tiene más o menos el mismo sentido que decir: “No ceda al imperialismo de los pulmones: ¡no respire!” En ambos casos los consejos son idiotas. Lo único interesante sería que nos explicaran cómo se hace para no prohibir y no respirar. La vida individual es imposible sin oxígeno, la vida colectiva es imposible sin prohibiciones. Hay varios miles de años de experiencia para sustentar ambas proposiciones. Y que miren la historia de la Unión Soviética, si lo dudan. Luego: “La imaginación al poder”, pero si hay un sitio en el que la imaginación no tiene lugar es el poder, en el cual hacen falta justicia, fortaleza, templanza y muchos etcéteras, pero no imaginación, que hay que dejarla a los literatos.

— El Discípulo: ¿Y cual es el talante general que muestran los graffitis?

— El Maestro: Doble, como ya te dije. Por un lado, los últimos suspiros del revolucionarismo clásico de izquierda: “todo el poder a los Comités de acción”, que eran una caricatura de los soviets del Octubre rojo (y ruso).

— El Discípulo: ¿Y por otro lado?

— El Maestro: El talante posmoderno que asomaba, un talante gozador y egoísta hasta el autismo: “Decretamos el estado de felicidad permanente”, “la emancipación del hombre será total o no será”, etc. En nada de todo esto hay ideas que sirvan para algo: ni para hacer la famosa “revolución”, ni para llegar a fin de mes.

MAYO VISTO DESDE BUENOS AIRES

— El Discípulo: Como le recordé al principio, Maestro, las publicaciones porteñas usaron y abusaron del aniversario número cuarenta del “Mayo francés” para llenar sus escuálidas hojas.

— El Maestro: Y no fue nada fácil encontrar algo que valiera la pena leer. Debo confesarte, con pesar, que lo mejor que leí fue lo que escribió Juan José Sebrelli para “Perfil”. El resto puede desecharse sin remordimiento alguno.

— El Discípulo: ¿Cuál fue la tesitura general?

— El Maestro: Salvar, salvar algo del desastre. Es la constante actual del pensamiento de izquierda. Vagan entre las ruinas de sus sueños como las pobres víctimas de un terremoto. Quieren comprobar si algo escapó a la furia del sismo. Y en el triste montón de residuos encuentran una foto familiar, los pedazos de un fonógrafo, y quieren convertirlos en pruebas de su pasada prosperidad. Cuando las divisiones de Stalin hacían el trabajo que se suponía que la dialéctica debía haber hecho.

— El Discípulo: Triste espectáculo.

— El Maestro: Ya lo creo. Tomemos el ejemplar del 4 de mayo de “Página/12”. Allí encontraremos a Alan Pauls que supone que mayo del '68 fue una “segunda revolución francesa” y condena hasta a los que dicen que hubo entonces “cosas geniales y cosas estúpidas”. Es una lástima que nos deje sin conocer el listado de las “cosas geniales”. En el mismo ejemplar del mismo diario Horacio González postula que mayo es “fundador de nuestra modernidad social” y llega a afirmar que mayo “trasciende la política y la historia” y que por eso “hace mundo (?) de la filosofía. De allí su intensidad y también su recordable fugacidad”.

— El Discípulo: ¿Qué quiere decir?

— El Maestro: Por supuesto, nada. Si se lo tomara en serio, filosofía sería igual a fugacidad… lo cual no merece refutación. Pero el plato fuerte de “Página/12” es, claro, el polígrafo José Pablo Feinmann. Para él mayo fue capaz, por lo pronto, de “crear consignas de alto valor literario y filosófico, exquisitas”. Se trató, simplemente, de “jóvenes que querían cambiar el mundo”. Recordemos esta conclusión de un pensador que los Kirchner aman (o, al menos, amaban, con la pareja presidencial nunca se sabe). El cual, luego de lo dicho entra en un lenguaje que algunos llamarán filosófico y yo califico, en cambio, de viejo y vulgar macaneo criollo. Nos informa, por ejemplo, que “la libertad no se somete a ninguna instancia, no puede ser ahogada por la coseidad del juramento, la praxis es la negación de lo cósico”. Es Engels, Heidegger y Sartre en una sola frase. Y una pizca de Marcuse.

— El Discípulo: ¿Y por el lado de la derecha?

— El Maestro: “La Nación” dedicó un suplemento al “Mayo francés” el domingo 4 de mayo pasado. En él le ceden la palabra a José Eduardo Abadi, el cual reconoce el fracaso de la revuelta, pero sostiene que “fue… anárquica y exuberante, por momentos confusa y destructiva, pero también imaginativa y creativa”. También supone que los graffiti expresaban “con ingenio y con humor pretensiones inhabituales dentro de los eslóganes políticos”. Yo creo, en cambio, que hay mucho más ingenio y humor en los filetes de los carros porteños o en las canciones de nuestras hinchadas de fútbol.

— El Discípulo: Maestro, hay un argumento que utilizan los que quieren encontrar importante el “Mayo francés”. Y es su repercusión, un año después, en el “Cordobazo”.

— El Maestro: Monsergas. Desde la Reforma, el ideal del estudiantado izquierdista es la revolución hecha por “obreros y estudiantes”. Esta consigna, para nada receptada por el comunismo, pone el dedo en una de las llagas incurables de los intelectuales de izquierda: el hecho de que la revolución proletaria tiene por inventor, predicadores y entusiastas muchos más burgueses que proletarios. Es un problema que sólo Gramsci se atrevió a mirar de frente, reconociendo que la batalla de la izquierda es cultural, es decir pertenece por derecho propio a los intelectuales. Ya vamos a volver sobre ello.

— El Discípulo: ¿Y el “Cordobazo”?

— El Maestro: A eso iba. Decir que en el “Cordobazo” hubo influencia del “Mayo francés” es decir poco y nada. Poco, pues en el “Cordobazo” las consignas no tenían nada que ver con las de París. Nada, pues no sirve para explicar el fenómeno, que más bien debe considerarse una etapa en la conformación de la izquierda extrema argentina, cuya eclosión violenta siguió inmediatamente al “Cordobazo”.

— El Discípulo: ¿No ve Usted, Maestro, entonces, ninguna relación entre el “Mayo francés” y esa “izquierda extrema argentina”?

— El Maestro: ¡Hombre! Todos son epifenómenos de la modernidad en una de sus dos familias, la de izquierda. Pero relación de causa a efecto no hay absolutamente ninguna.

HACIA UNA INTERPRETACIÓN

— El Discípulo: Sí, no da la impresión de nada muy trascendente o digno de recordar.

— El Maestro: Te recomiendo leas todos los graffitis de mayo y verás que nada hay que merezca ser recordado o que pueda servir de guía a nadie para nada. De hecho, estos principios (si se les puede llamar así) yacen en los libros de historia pero no sirven de inspiración ni al más minúsculo de los grupúsculos, si me perdonás la rima.

— El Discípulo: ¿Entonces…?

— El Maestro: Lo único de alguna utilidad que se puede hacer con el “Mayo francés” es interpretar su sentido y razón de ser para comprender por qué se vivieron en París estos veintitantos días de holgorio. Para lo que hay que comenzar por la modernidad y su ideología, la enunciada en el siglo XVIII por los “filósofos” franceses, cuyo centro está en la idea de progreso cientifico. Sin esa borrachera de ciencia nada puede entenderse, ni Mayo de 1968 ni nada.

— El Discípulo: ¿Por qué “borrachera”?

— El Maestro: Porque dos siglos de ciencia provocaron una lectura equivocada, distorsionada de sus posibilidades. Felices al ver todo lo que la ciencia hacía y podía hacer, le reclamaron mucho más allá de sus posibilidades. Toda revolución, se ha dicho, si es tal modifica ante todo la escatología, la conciencia de lo que puede esperar el hombre y la humanidad. Lo que surge entonces es una esperanza colectiva: los hombres marchan, gracias a la ciencia, a un futuro perfecto en el que todas las contradicciones se resolverán. Por primera vez en la Historia, el paraíso se realizará en la tierra.

— El Discípulo: ¿Coincidían todos los actores de la modernidad en este planteo?

— El Maestro: Totalmente. Esa simple fórmula de una humanidad que se cura de todos sus males es el meollo del pensamiento moderno y su eclipse explica, por sí solo, la crisis de la modernidad. Pronto surgirán, en el seno de lo moderno, dos “familias” diversas. Por un lado, la que pone el énfasis en la libertad, la cual dará origen a la derecha y al liberalismo. Es una fracción de lo moderno que se apoya en el “ethos” (conjunto de valoraciones) de los hombres ligados al dinero. Éstos privilegiarán, como es lógico, la vía lenta y evolutiva hacia el progreso.

— El Discípulo: Y por el otro lado, la izquierda…

— El Maestro: Claro, la cual pondrá el énfasis en la igualdad y dará origen al socialismo. En este caso, el “ethos” es el de los intelectuales. Pero de los intelectuales occidentales, herederos —contra su deseo— de los intelectuales cristianos. De ellos tomarán la idea de revolución.

— El Discípulo: ¿La idea de revolución viene del cristianismo?

— El Maestro: Por cierto. Es lo que demostró Monnerot. En los intelectuales de izquierda la revolución es un acontecimiento escatológico: parte en dos la historia, deja marcados un antes y un después. Exactamente como la redención dividía de un tajo los tiempos: antes y después de Cristo. De allí que la izquierda tiene su calendario marcado por revoluciones que van prometiendo esa división tajante: la “Gran Revolución” (la francesa), la comuna de 1870, la Gran revolución proletaria de 1917 en Rusia.
Quedémonos con esta sed de revoluciones que tiene la izquierda. Ahora veamos la evolución de la modernidad. Nacida en el siglo XVIII, parece encontrar su plena confirmación en el fin del siglo XIX mediante la segunda revolución industrial, hija de la ciencia. En cuarenta y cinco años (1870-1914) se acumulan la mayor cantidad de inventos que jamás existieron, ni antes ni después. E inventos que influyen fuertemente sobre la vida humana, desde la electricidad al motor de explosión, desde los automóviles a los aviones, desde el teléfono hasta el telégrafo sin hilos. Pero esto no es todo: por un lado, el darwinismo parece revelar, gracias a la ciencia, el problema del hombre. Y por el otro, se impone el modelo de estado democrático de derecho. Todo es exaltante. ¿Cómo no pensar que se vive una “belle époque”?

EL SIGLO DE HIERRO Y MUERTE

— El Discípulo: Y luego irrumpe el siglo XX.

— El Maestro: Exactamente. Ahora comenzamos a acercarnos al significado del “Mayo francés”. Porque el siglo XX fue el cementerio de la modernidad, su implosión. Hecho tras hecho, cada uno fue un clavo en el ataúd de la idea de progreso. Comenzó con la Guerra Mundial de 1914/18, que mostró por primera vez la cara oscura de la ciencia y sus logros, porque los aviones originaron los tanques y la aviación sirvió para arrojar bombas contra civiles. La burguesía progresista europea comenzó a dudar.

— El Discípulo: Y luego, la crisis económica de 1929.

— El Maestro: Sí, daba la impresión de que se había fabricado un Frankenstein inmanejable: la economía moderna. Pero sucedió algo más importante que todo esto: el surgimiento de los fascismos, la escisión de una parte de la burguesía que rechazaba frontalmente las dos caras políticas del progresismo: la liberal y la marxista, que entre tanto había edificado el primer Estado socialista: la Unión Soviética. Desde 1933, por primera vez en la historia, una de las primeras potencias europeas (Alemania) era gobernada por un régimen declaradamente anti-progresista. Temible desafío que terminó con la victoria progresista de 1945.

— El Discípulo: ¿Sin mayores costos?

— El Maestro: ¡No! Con un costo terrible. Por un lado, la ruina de la potencialidad europea. Pero el peor fue que el progresismo debió cambiar su paradigma cultural. Había sido la frase de Voltaire: “No creo en lo que dices, pero daría mi vida para que pudieras expresarlo libremente”. Ahora, después de haber estado a dos milímetros de la derrota militar, el progresismo tuvo que sacarse la careta de un Estado neutral que tolera y hasta propicia las opiniones disidentes. El Estado que surgirá de la Segunda Guerra era —y es— un Estado militante, basado en un “fundamentalismo” progresista, que no acepta disidencias y las borra con los medios de que dispone. No la censura, como había hecho el Estado de la alianza del trono y el altar sino mecanismos que surgen de la estructura económica de la sociedad. No está prohibido difundir tales ideas, pero el pensamiento único las remitirá a los arrabales de la cultura. Y aún habrá, para ciertos casos y cosas (vgr., el Holocausto) prohibición legal de publicar. Lo que hubiera sido impensable antes de Nüremberg.

— El Discípulo: Pero, por otro lado, esto sucede en plena crisis intelectual del progresismo.

— El Maestro: En efecto, la bomba atómica ha mostrado la profundidad del problema insinuado por la primera guerra: ahora la ciencia —sí, la ciencia— ha fabricado un artefacto que puede destruir a la humanidad. Sin embargo, todavía falta algo.

LA DÉCADA DEL '60

— El Maestro: Quince años después del fin de la guerra, va a darse un curioso fenómeno, una década de grandes ilusiones, como si la modernidad en trance de muerte quisiera cerrarse con un espectáculo de fuegos ratifícales. Eso es la década del '60. Comenzando por el tema del desarrollo, la ilusión de que una receta creará el círculo virtuoso del crecimiento económico. Por otro lado, su contrario: el rechazo de la sociedad de consumo que late en los hippies. No hay que decir que ambas cosas fenecerían en la década siguiente. Hay tres figuras prototípicas de estos años: Kennedy, Kruschev y Juan XXIII. La “Alianza para el Progreso”, el “comunismo con gulasch” y el “aggiornamento de la Iglesia”. Tres ilusiones que estallaron como pompas de jabón. Y la “conquista del espacio” (tres saltos de pulga) y la píldora anticonceptiva, que disociaría para siempre el placer sexual de la “consecuencia” de los hijos. Y el “Mayo francés”, que iba a enseñar a prohibir las prohibiciones.

— El Discípulo: Una verdadera kermesse de maravillas.

— El Maestro: Lo asombroso es cómo, en solo diez años, todo eso dejará de existir. No hubo Alianza para el Progreso, ni comunismo con gulash ni aggiornamento (pero sí crisis) de la Iglesia. Y en esos mismos diez años ha surgido el último clavo en el ataúd del progreso: la cuestión ambiental. Poco importa la precisión (y aún la seriedad) de las predicciones de los ambientalistas. Lo importante es que han dado argumento para cambiar el humor social. Ya nadie cree que la acumulación de maravillas de la técnica científica va a llevarnos al paraíso. Y aún los que conservan esa ilusión han perdido la fe en la necesidad de tal progreso. Ya no es algo inevitable: en todo caso, es un programa.

— El Discípulo: Sin embargo, Maestro, hay un predominio, una notable extensión de algo que se llama a sí mismo progresismo y que de alguna manera comparten derechas e izquierdas.

— El Maestro: Exacto. Pero del progresismo original, cuyo meollo era la fe en la ciencia, nada queda. Ahora el progresismo es un vago rejunte de causas que pretenden dar argumento a la modernidad que se quedó sin él: por los matrimonios homosexuales, por la equiparación de hombres y mujeres, por los pueblos indígenas. Este batiburrillo de causas varias quiere ocupar el lugar del viejo progresismo y lo único que hace es mostrar su indigencia intelectual.

— El Discípulo: Sin embargo, Maestro, ¿no influyen —en ese nuevo progresismo— las ideas del “Mayo francés”?

— El Maestro: En lo más mínimo. Te recomiendo leer cuidadosamente las consignas de mayo y no verás ni la menor alusión a los homosexuales, a la igualdad femenina (hay unas cuantas marcadamente machistas) o a cualquiera de los temas de hoy. El “Mayo francés”, como toda la década del '60, fue en todo caso el final de algo —del revolucionarismo del siglo XX— pero no el comienzo de algo. Ya desde 1956 en Hungría, las revoluciones cambiaban de signo. Iban contra los tiranos marxistas para instaurar Estados de derecho. La culminación fue la gran revolución antisoviética en Rusia de 1991.

— El Discípulo: ¿O sea que el Mayo de 1968 ha muerto?

— El Maestro: El Mayo de 1968 no ha muerto porque nunca nació.

Aníbal D'Angelo Rodríguez