miércoles, 22 de octubre de 2008

In memoriam: Alejandro Arias


RECORDANDO
AL AMIGO


Hace ya un año, el lunes 22 de octubre de 2007, día de Santa María Salomé, murió Alejandro J. Arias. Abogado, escribano, hacendado, economista, profesor de la Escuela Superior de Guerra de la Nación, notable escritor, incansable patriota a la par que católico inclaudicable.

Para los que tuvimos el privilegio de conocerlo fue, además, entrañable amigo. En su figura varonil de caballero se destacaba a primera vista una reciedumbre que podía parecer dureza, pero que no era más que la apariencia que cubría un corazón paternal y benévolo.

Fue un verdadero noble, por su cuna, pero más por su vida, y sobre todo por su muerte. Diríase que en él se cumplió a la perfección la sentencia que reza que “no se es noble por nacer en la nobleza sino por morir en ella”. Y Alejandro no se contentó con nacer de noble estirpe castellana, sino que, haciendo honor a ella, vivió como un hidalgo, “desfaziendo entuertos” y bregando por la restauración o refundación de la Argentina Católica, incluso en sus últimos días, aquejado como estaba por dolorosísima enfermedad.

Católico cabal, apegado a la tradición bimilenaria de la Iglesia “semper idem”, dejó en su familia y amigos una honda huella, que no esconde el dolor por su pérdida, pero que se encuentra fortalecida y consolada por una Fe y una Esperanza sobrenaturales que —siguiendo su ejemplo— no desfallecen.

Aquella tarde de octubre el R.P. Rubén Gentili, en la capilla capitalina de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X, rezó una Misa de Requiem, cubriéndose el féretro con la mortaja negra y la cruz dorada. Negrura de las vestiduras y ornamentos, que simbolizan nuestro tránsito y que nos mueven a la contemplación de los Novísimos. Terminada la Misa, el celebrante rezó el responso al que siguió el canto del “Libera me”, en celestial gregoriano que llenó la nave, antes de la procesión con los restos hacia el cementerio de la Recoleta.

Una vez allí, y entre numerosos amigos, y luego de un último responso, el Dr. Juan Olmedo Alba Posse hizo un emocionado panegírico del amigo, ante la viuda e hijos que de manera ejemplarmente cristiana y sin los excesos sensibles tan en boga, despidieron a su marido y padre, con la sobria sencillez de esta tierra criolla.

Dijo, entre otros conceptos, Juan Olmedo: “Con la enfermedad a cuestas, Alejandro no perdió la calma —como esos caballeros cristianos arrojados a la Reconquista que se daban tiempo para escribir coplas—; ni el ímpetu luchador dispuesto a cualquier patriada, me consta. Ni tampoco la gentileza de sus ojos claros y sonrientes, al recibir en pleno padecimiento a sus amigos; con el interés y la cordialidad de su gran estilo. Entregado en Cristo a lo absoluto, jamás se le ocurrió rendirle culto a los ídolos contemporáneos, como la democracia. Yo sé que jamás perdió la esperanza, aunque un dejo de tristeza se le adivinaba, conociendo que no vería —aquí— la resurrección de la Patria. Peor aún, palpaba la confusión más terrible, cívica y espiritual. Aquello que anunciaron predicciones sobre un mal trago terrible, que terminará gloriosamente, gracias a la asistencia Divina”.

Así partió a la eternidad Alejandro Arias, murió como supo vivir. Nosotros, con la esperanza puesta en Dios, que es justo Juez, lo seguimos encomendando a Nuestra Señora en nuestras oraciones y confiamos en que, cuando el Ángel que sirve a las puertas del paraíso lo haya nombrado, Alejandro habrá respondido reciamente, como nosotros hacemos ahora: ¡Presente!


Beltrán María Fos

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