domingo, 22 de marzo de 2009

Catequesis dominical


LA LUCHA CONTRA EL PECADO O
LA RESISTENCIA A LAS TENTACIONES

Naturaleza de la tentación

Llamamos “tentación” a toda solicitación al pecado. En toda tentación podemos distinguir tres elementos:

1º) La sugestión, o idea del mal sugerida por el enemigo: de ordinario, suele ser una idea atractiva, acomodada a los gustos y tendencias desordenadas de nuestra naturaleza;

2º) La delectación, o placer que el hombre siente enseguida en la parte viciada de su naturaleza. Esta delectación puede ser doble: a) irreflexiva, cuando es instintiva, y acompaña a la sugestión adelantándose al acto de la razón; b) reflexiva, cuando es advertida por la razón;

3º) El consentimiento de la voluntad, por el cual el alma cede a la tentación y acepta el pecado propuesto.

La sugestión y la delectación irreflexiva constituyen la tentación propiamente dicha y no son pecado; sólo la delectación reflexiva y el consentimiento de la voluntad producen el pecado.

Causas o fuentes de las tentaciones

Las tentaciones provienen de tres causas o fuentes: la carne, el mundo y el demonio.

A. La carne

I. Qué hay que entender por “carne”. — Por “carne” entiende San Pablo nuestra naturaleza viciada, cuerpo y alma, tal como la recibimos de Adán después del pecado original por el nacimiento según la carne (Gal. 5 16-25). También la llama “hombre carnal” (1 Cor. 3 1-3), “hombre animal” (I Cor. 2 14) y “viejo hombre” (Ef. 4 22; Col. 3 9).

A la carne, u hombre carnal, o viejo hombre, opone San Pablo el “espíritu”, u “hombre espiritual”, o “nuevo hombre”, designando así también a nuestra naturaleza, cuerpo y alma, pero regenerada ya por el Bautismo, por la acción del Espíritu Santo, gracias a los méritos de Jesucristo, el “Nuevo Adán”.

Por tanto, la carne, o el viejo hombre, somos nosotros mismos, con el desorden que dejó en nosotros el pecado de nuestros primeros padres; y el espíritu, o nuevo hombre, somos también nosotros mismos, tal como nos ha restaurado Jesucristo por la gracia del Bautismo.

II. La carne, fuente de tentaciones. — La carne o viejo hombre, y el espíritu o nuevo hombre, tienen tendencias diametralmente opuestas: “la carne tiene deseos contrarios a los del espíritu, y el espíritu los tiene contrarios a los de la carne” (Gal. 5 17; Imitación de Cristo, III, 54). Por consiguiente, sus obras son también diametralmente opuestas: “Las obras de la carne son fornicación, impureza, lascivia, idolatría, magia, enemistades, discordia, celos, enojos, riñas, disensiones, envidias, homicidios, embriagueces, glotonerías y cosas semejantes… Al contrario, los frutos del Espíritu son caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, continencia, modestia, castidad” (Gal. 5 19-23).

El espíritu, o naturaleza regenerada por la gracia, nos lleva a buscar nuestro fin y felicidad en Dios, por la conformidad a su santísima voluntad; mientras que la carne, o naturaleza viciada por el pecado, nos empuja, por una triple tendencia que llamamos triple concupiscencia, a buscar nuestro fin y felicidad fuera de Dios y contra la voluntad de Dios, ya en los bienes de este mundo (concupiscencia de los ojos), ya en los placeres de la carne y de los sentidos (concupiscencia de la carne), ya en las satisfacciones del orgullo y de la voluntad propia (concupiscencia del espíritu o soberbia de la vida). Por eso la carne es para nosotros, por su triple concupiscencia, una solicitación incesante al pecado, es decir, una fuente de tentaciones.

B. El mundo

I. Qué hay que entender por “mundo”. — Por “mundo” entendemos el conjunto de hombres que adoptan y erigen como regla de vida las inclinaciones de la carne o viejo hombre. Olvidando su destino eterno, o no creyendo en él, piden su felicidad a la tierra y a la vida presente. Son, unos sabiéndolo, otros sin saberlo, los auxiliares y los instrumentos del infierno para arrastrar las almas al pecado y a su condenación eterna.

II. El mundo, fuente de tentaciones. — El mundo es una fuente de tentaciones:

1º) Directamente, por sus persecuciones y sus burlas: — persecuciones que desencadena contra la Iglesia, a fin de impedir su acción apostólica y salvífica sobre las almas, y contra las naciones cristianas, a fin de hacerles perder su fe y sus instituciones y costumbres cristianas; — burlas con las que trata de amedrentar, muchas veces con éxito, a quienes quieren vivir según la Ley de Dios y de su Iglesia, apartándolos de esta manera, por el respeto humano o el “qué dirán”, de la vida cristiana.

2º) Indirectamente, por la influencia perniciosa de su espíritu y de sus escándalos. Por espíritu del mundo entendemos el conjunto de máximas, de costumbres y de ilusiones que rigen a los mundanos; es un espíritu diametralmente opuesto al espíritu de Jesucristo y de su Evangelio. Por escándalos del mundo entendemos todo lo que, por su parte, es ocasión de pecado y causa de ruina para las almas: su prensa, su radio, sus conversaciones, sus fiestas, sus modas, sus espectáculos, sus diversiones, sus desórdenes, etc.

“Todo lo que hay en el mundo es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida” (1 Jn. 2 16): mundo y carne se prestan mutuo apoyo, ya que el mundo es todo aquello que, fuera de nosotros, incentiva y estimula nuestra triple concupiscencia. Gracias a la complicidad de la carne o viejo hombre, la influencia del mundo penetra en todas partes, incluso en los lugares más santos, pues encuentra en nosotros un aliado.

C. El demonio

I. Qué hay que entender por “demonio”. — Por “demonio” entendemos el ángel rebelde caído. “Demonio” es un nombre colectivo que designa a todos los espíritus infernales coaligados, bajo la dirección de Lucifer, para ruina de las almas.

1º) El demonio es enemigo de nuestras almas por varias razones: a) Por odio contra Dios: no pudiendo combatir a Dios directamente, lo combate indirectamente atacando al hombre, que es el retrato vivo de Dios (puesto que fue creado a su imagen y semejanza), y su creatura privilegiada; b) Por envidia al hombre: el demonio está celoso de ver al hombre en un estado superior al suyo, con vida sobrenatural, y llamado a ocupar en el cielo el trono que él mismo perdió para siempre; c) Por ambición personal: el orgullo, que lo perdió, le inspira un deseo desenfrenado de ser como Dios, y por consiguiente de suplantar el imperio de Dios sobre las almas.

2º) El demonio es un enemigo temible en sí mismo, no sólo a causa de su odio contra nosotros, sino también: a) Por su superioridad de naturaleza: se encuentra dotado de una inteligencia y de un poder natural muy superiores a los del hombre; y tiene además en su favor la experiencia de los siglos; b) Por su perfecta armonía con nuestros dos enemigos, el mundo y el viejo hombre, con los que se entiende admirablemente.

3º) Sin embargo, no debemos temer demasiado al demonio, por los siguientes motivos: a) Porque Jesucristo lo ha vencido y encadenado por su muerte en cruz: ya no puede nada contra nosotros sin el permiso de Dios, como lo prueban múltiples hechos de la Sagrada Escritura (historia de Job, de los posesos de Gergesa, etc.); su cualidad de réprobo no le permite alcanzar sino victorias temporales, y hace de él un eterno vencido; b) Porque Dios nos ha provisto de múltiples socorros contra el demonio, sobre todo en la persona de la Virgen Inmaculada, “terrible a Satanás como un ejército en orden de batalla”, y en la persona de los Santos Ángeles; c) Porque nuestra alma, en su santuario íntimo, la voluntad, es una ciudadela inaccesible: Satanás no puede entrar en ella y hacernos daño alguno a no ser que nosotros se lo permitamos dándole entrada por nuestro consentimiento. Se asemeja a un perro encadenado que ladra mucho para asustar, pero que no puede morder sino a los incautos que se acercan a él.

II. El demonio, autor de tentaciones. — La Sagrada Escritura afirma en múltiples textos, que una gran parte de las sugestiones que nos empujan al pecado vienen del demonio. San Pedro nos amonesta: “Sed sobrios y estad en vela, porque vuestro enemigo, el diablo, anda girando como león rugiente alrededor vuestro, en busca de presa a quien devorar” (1 Petr. 5 8). San Pablo nos enseña que nuestra lucha no es contra carne y sangre, sino contra los espíritus de las tinieblas (Ef. 6 11-12).

El demonio obra sobre nuestros sentidos o sobre nuestra imaginación para arrastrar nuestra voluntad al mal, ya directamente insinuando la tentación en el alma por sí mismo, ya indirectamente por medio del mundo. No hay norma fija para saber cuándo la tentación proviene del demonio o de otras causas; pero podemos deducirlo por algunos indicios: — cuando la tentación es repentina, sin que se haya puesto una causa próxima o remota capaz de producirla; — cuando es violenta, tenaz y obsesiva; — cuando no tiene respeto de ninguna circunstancia: tiempo sagrado, dedicado a la oración, o lugar sagrado, como la iglesia, etc.; — cuando produce profunda turbación en el alma; — cuando incita a la desconfianza hacia los Superiores, o a no comunicar al director espiritual nada de cuanto ocurre.

I. Dios no es jamás autor de la tentación. — Dios no puede tentarnos en el sentido de “inducirnos al pecado”: “Ninguno, cuando es tentado, diga que Dios le tienta porque Dios no puede jamás dirigirnos al mal; y así Él a ninguno tienta. Sino que cada uno es tentado, atraído y halagado por la propia concupiscencia” (Sant. 1 13-14); pero a veces nos pone a prueba, es decir, nos coloca en situación de probarle libremente nuestro amor y fidelidad, y nos proporciona ocasiones para practicar la virtud y adquirir méritos eternos; y en ese sentido dicen a veces las Escrituras que Dios nos tienta, esto es, nos prueba (Sab. 3 5-6).

II. Dios solamente permite la tentación. — Dios ha querido permitir que la tentación entrase en el mundo y agravas nuestro estado de prueba, porque en su sabiduría infinita ha preferido que se vuelva en provecho de las almas de buena voluntad. A este fin:

1º) Nos rodea con una providencia enteramente paterna, y “no permite que seamos tentados por encima de nuestras fuerzas, sino que con la tentación nos proporciona las fuerzas para poder resistirla” (I Cor. 10 13);

2º) Nos asegura socorros múltiples y sumamente eficaces para triunfar sobre las tentaciones y encontrar en ellas maravillosas ocasiones de progreso espiritual: — Él mismo se da a nosotros como Compañero y Hermano de armas, viviendo incesantemente en medio de nosotros por la Sagrada Eucaristía, y dentro de nosotros por la gracia santificante; — nos da a su Madre Inmaculada, que encarna en su persona, al punto más elevado, la lucha siempre triunfante y victoriosa contra el mal bajo todas sus formas; — nos da a sus Ángeles y a sus Santos para que sean nuestros poderosos auxiliares mediante la oración; — nos da su Iglesia con su segurísima dirección, su oración y su sacrificio perpetuo, sus sacramentos y sacramentales.

Padre Jesús María Mestre

2 comentarios:

Anónimo dijo...

GRAN CURA EL P. MESTRE, AL IGUAL QUE SU HERMANO.

QUÉ SUERTE TIENEN LOS FELIGRESES DE LA FSSPX !

BERNARDO.

Anónimo dijo...

Evidentemente el Padre Mestre es un hombre de Dios, que cada vez lo hay menos.