viernes, 24 de julio de 2009

Rodeados por frondas de olivos plateados


LA VERDADERA FAZ
DE LAS CRUZADAS


El 15 de julio de 1099, los cruzados se apoderaban de Jerusalén, tres años después de su partida de Occidente. La gran prensa y lo que se ha dado en llamar los medios de comunicación, los conversadores del gran circo, dirán otra cosa: evocarán los mismos tópicos envejecidos de siempre, verdaderas herrumbres, y hablarán de guerras santas, de conquistas y de intolerancia.

Otras tantas contra-verdades. Estos hombres, ciertamente, creían en Dios y no iban a combatir sin rezar y colocarse bajo la protección de Cristo, de la Virgen, de sus Santos Patronos. Aún querían ser los milicianos de Cristo. Mientras sufrían largas penas y ganaban batallas contra enemigos infinitamente más numerosos, siempre clamaban que los ángeles estaban a su lado, mostrándoles el camino y sosteniéndolos en los peores momentos.

Pero no era una “guerra santa”, una “guerra de religión”. No iban a exterminar al Islam o a convertir a los musulmanes, por la buena razón de que en 1095 nadie o casi nadie tenía la menor idea de qué era el Islam. Ninguno de los relatos de esa primera cruzada, escritos no por compiladores sino por hombres que se encontraban in situ, habla de musulmanes o mahometanos. Para ellos, los enemigos eran o los sarracenos a semejanza de los piratas del Mar Mediterráneo, o más bien los babilonios y arrianos, los persas y los partos, u otros pueblos “bárbaros” de la Antigüedad. Las crónicas se refieren a la historia antigua del Oriente.

¿Guerra de conquista? En absoluto. Es verdaderamente curioso seguir hablando de esta cruzada como si los cristianos se hubieran ido a cazar a esos pueblos instalados allí desde siempre. Eso es olvidar que las tierras de Palestina y Siria, cuna del cristianismo, estuvieron durante siglos bajo la autoridad de los emperadores de Constantinopla, insignes focos de civilización cristiana.

Jerusalén, Antioquía, Alejandría, fueron las sedes de los patriarcas de la Iglesia de Jesucristo. Es olvidar además que estos emperadores de Constantinopla, más de cien años antes de las cruzadas, habían conducido sus ejércitos a la reconquista de estos países: Alejandría fue retomada en el 962, Antioquía en 969, y Juan Tsimisces (emperador desde 969 a 975) no se detuvo hasta después de haber tomado Beirut, sino ante Trípoli. Los turcos venidos desde muy lejos expulsaron a las guarniciones imperiales, pero recordemos sin embargo que los francos, el 20 de octubre de 1097, se presentaron ante Antioquía, cuando esos turcos no eran dueños de la ciudad más que desde 14 años atrás. Para España bien podemos decir “reconquista”, pero para el Oriente, aceptamos que nos sean impuestas la palabra y la idea de una simple conquista, acaparamiento de tierras u otras que se encontraban ahí con pleno derecho.

Una aventura espiritual

¿Intolerancia? Tendría un famoso descaro aquel que acusase a los hombres del pasado, cristianos por supuesto, de intolerancia, mientras vivimos, aparentemente satisfechos, en un tiempo en que todas las formas de escritura y de pensamiento son sometidas a un control cada vez más severo. Cierto, la intolerancia es altamente proclamada como detestable, pero se acusa de ella sólo a los hombres libres que se atreven a manifestar sus propias convicciones y extreman su insolencia hasta defenderse contra ataques odiosos.

Los “intolerantes” son los disidentes, señalados con el dedo, agredidos, excluidos. No son los guardias asalariados del templo quienes no soportan la menor resistencia a sus esquemas, la menor crítica a sus discursos siempre “conformes”, con un tonto conformismo que hace reír. Mirémonos como vivimos antes de hablar de un tiempo que no queremos ni siquiera tratar de conocer verdaderamente o entender.

La cruzada de 1095-1099 fue la primera, y fue ante todo una aventura espiritual. Para buscar sus orígenes y para analizarla, las tesis materialistas han fracasado.

Invocar la red de conquistas o la búsqueda de nuevos espacios y la búsqueda de especias, era de buen tono hace 50 años, mientras el materialismo histórico se imponía exclusivamente en nuestras universidades. Ese tiempo, por fin, no existe más, y sabemos que nada de eso tiene ni pies ni cabeza. Simples reflexiones de buen sentido ponen todo al aire.

Los campesinos del año 1000 sin duda eran más numerosos que antaño. A menudo han dividido sus herencias y buscaron tierras nuevas para sembrar. Pero ir tan lejos… ¡la idea no se imponía! Acababan apenas de empezar las roturaciones de las grandes selvas en la Germania, Europa Central o en suroeste francés mismo. La desecación y el relleno de los pantanos estaban apenas iniciados. ¿Por qué enfrentar tales cansancios y peligros para poder establecerse sobre tierras lejanas que se sabían —según el parecer de los peregrinos que volvían— en su mayoría áridas, condenadas a una economía pastoril seminómada, totalmente contraria a su manera de vivir y trabajar? ¿Descuidar las tierras próximas para ir allá, donde había que construir o reconstruir todo?

Todavía leemos, en tal o cual manual de estudios, que los “grandes mercaderes” italianos fueron los instigadores de esta cruzada, con el único fin de poder traer especias de Oriente a mejor precio. Pero esto es falso: los genoveses, los venecianos y los pisanos no participaron en las primeras expediciones; intervinieron sólo en un segundo tiempo, y como guerreros con sus caballos y sus máquinas de guera, no como mercaderes.

Tierra Santa no les interesaba más que mediocremente. Ya establecidos en Constantinopla, donde se beneficiaban con privilegios fiscales, y en El Cairo, en donde sus negociantes podían alojarse en los mercados, se encontraban en el corazón mismo de los grandes tráficos de Oriente. Siria de la costa, y Palestina no ofrecían, ni de lejos, los mismos recursos; alejados de las grande rutas de las caravanas, esos países no tenían en aquel entonces ni atractivas culturas exóticas (caña de azúcar, algodón), ni industrias de lujo. Para decirlo todo: frente a Constantinopla, Damasco, Bagdad y El Cairo, Jerusalén parecía —en ese plano— una simple aldea.

Historiadores partidarios

¿Grandes señores apurados por constituir principados sobre vastos territorios y ciudades de sueño?

He aquí unas imágenes completamente inventadas para limitar la tesis de los historiadores partidarios, aplicados a maldecir el cristianismo y la época feudal.

Los jefes cruzados, los de las primeras cruzadas y aún los que llegaron luego de refuerzo, no eran en absoluto despreciados, hijos cadetes o excluidos del clan, en búsqueda de algún establecimiento, obligados a correr la loca aventura.

Godofredo de Bouillon, duque de Baja Lorena, poseía buenos feudos y buenos castillos, anclados sobre tierras ricas. Raimundo de Saint-Gilles, conde de Tolosa, sin duda fue uno de los más activos “barones”, aquel que reunió al mayor número de hombres y gastó las más fuertes sumas de dinero. Fue, después del rey, el príncipe más poderoso del reino, de ninguna manera contestado o amenazado. Su partida lo privó de una magnífica herencia y murió en Tierra Santa sin haber podido poner la mano sobre Trípoli.

La cruzada en 1095 respondía al deseo de los creyentes de ver la tumba de Cristo y rezar ante ella. Las crónicas del tiempo hablan bien de los “francos” o de los “cristianos”, pero siempre los califican de “peregrinos”. Los hombres se han juntado y armado porque ya no soportaban enterarse de que los peregrinos que iban a Palestina debían hacerlo con peligro de su vida, soportando en todos los casos duras humillaciones y tasas que crecían año tras año. Esa peregrinación fue, desde entonces, el centro de todas las preocupaciones e iniciativas, y los cruzados en su mayoría no tenían más proyectos que liberar la Ciudad Santa, reconocer el recorrido de Cristo, de la Santísima Virgen y de los apóstoles, rezar y volver a su casa.

Sólo un puñado de caballeros permanecieron cerca de Godofredo de Bouillon. La construcción de las plazas fuertes y la defensa del reino latino, frente a los ataques de los egipcios o los turcos, fueron posibles sólo por la llegada, cada año, de nuevos peregrinos que participaban en los trabajos y en los combates, y luego se iban.

Peregrinos en las cruzadas

Antes que una cruzada más valdría, para los años 1096-1099, decir ya que las cruzadas eran expediciones que juntaban gente de diferentes orígenes, que no habían salido juntas ni seguían los mismos caminos. Hablar de cristianos de “todo Occidente” que respondieron al llamado de Urbano II, es decir una figura de estilo.

La cruzada fue predicada por el Papa sólo en algunas partes del reino de Francia, principalmente en Auvergue y el Languedoc, pero no en París ni en la Isla de Francia.

Por el hecho de la querella entre el Papa y el emperador germánico, que sostenía todavía a un antipapa cismático, esta predicación no se extendía ni a Alemania ni a Italia del Norte. Tanto, que se debió oponer a las cuatro cruzadas suscitadas por estas predicaciones del Papa, de los Legados y Obispos (ejércitos de lorenos, normandos de Normandía y de Italia del Sur, de Raimundo de Saint-Gilles), otra cruzada llamada “de la gente pobre”. Ese fue el fruto de las predicaciones menos controladas, hechas sobre todo por ermitaños o monjes errantes, que a veces quebrantaban el destierro, que evocaban el apocalipsis y llamaban a exterminar a los impuros. Esto llevó a esa pobre gente a lanzarse a una larga caminata miserable, obligados a comprar víveres a un alto precio, a invadir las ciudades, especialmente en la Renania, y a masacrar a los burgueses, judíos o no, sindicados como culpables. Todo esto, a pesar de la intervención de los Obispos del lugar que trataban de protegerlos.

Los ejércitos de los “barones” son mal conocidos, y generalmente nos hacemos de ellos una idea falsa.

De hecho, hablar de “ejércitos” ya es un error, pues esto hace pensar naturalmente en tropas de hombres aguerridos, todos armados y propios para el combate. Nuestros textos muestran otra cosa: muchedumbres considerables de pobres sin medios, sin armas y sin experiencia, acompañados a menudo por sus esposas y sus hijos, conducidos y protegidos por una milicia de caballeros mucho menos numerosos. Todos los testigos lo afirman y los mismos historiadores musulmanes, más tarde, han coincidido en el hecho: no eran ejércitos verdaderos, sino sencillamente cohortes heteróclitas.

Esto hacía que hubiera miles, o quizás varias decenas de miles de peregrinos expuestos a los cánceres de toda clase, a las hambrunas y a las enfermedades. Conducirlos, y esperar que estuviesen todos reunidos antes de retomar la marcha, aprovisionarlos de agua y víveres, son todas estas unas cargas que han pesado mucho sobre la conducta de esta tropa aventurada tan lejos de sus puntos de partida. Esta gente, en el curso de los meses y los años, sufrió mucho de hambre y de sed, por las esperas y la desnudez. En vísperas de la victoria, en la Jerusalén conquistada, invadieron las casas, saqueando todo lo que podían encontrar, masacrando a los habitantes. La historia hoy retiene estas masacres para con ellas reprobar toda la empresa, y culpa por supuesto a la Iglesia como responsable de ellas.

¿Quieren que una vez más pida perdón, y arrepentida totalmente, se golpee el pecho?

Insistir de esta manera, y aislar el acontecimiento, es falsear el debate, pues aquellas masacres son atroces, indignan nuestros sentimientos, pero son ¡desgraciadamente! muy habituales en estos tiempos… como en muchos otros. La guerra de asiento les daba origen, exasperaba las pasiones, los odios entre enemigos que podían observarse e injuriarse durante un largo tiempo.

¿Se puede nombrar, en el curso de los siglos, una gran cantidad de ciudades conquistadas por la fuerza, que luego hayan permanecido intactas? Menos de un año antes de las cruzadas, el 26 de agosto de 1098, los egipcios, musulmanes, se habían hecho dueños de esa misma ciudad de Jerusalén, y habían masacrado a todos los turcos, así como a buena parte de los habitantes que eran sus aliados o cómplices.

¿Nuestros historiadores moralizantes, siempre listos para describir largamente los actos de crueldad atribuidos a los hombres de los tiempos “medievales”, a sus señores, a sus sacerdotes y a sus monjes, han hablado mucho del saqueo de Capua, el 24 de julio de 1501, por parte de los ejércitos del rey Luis XII, y del saqueo de Roma, por parte de los hugonotes alemanes, los españoles y las tropas del condestable de Borbón, que en 1517 tomaron la ciudad a sangre y fuego?

Y no fue durante una cruzada, en el curso de “la noche de la Edad Media”, sino en tiempos del “Renacimiento”, tiempos de “luz”, de “libertad”, y ya de “progreso”.

Jacques Heers

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