domingo, 2 de mayo de 2010

Sermones del tiempo pascual


A LA PASIÓN
SIGUE LA GLORIFICACIÓN

Habiéndonos obtenido la gracia de llevar nuestra cruz con Él, Jesucristo nos concederá participar de su gloria, después de que hayamos sido asociados a sus sufrimientos.
La gloria de Dios es infinita, porque en su Pasión, siendo Dios, ha llegado hasta el abismo del sufrimiento y de la humillación. Y “porque se anonadó tan profundamente, Dios le ha dado tanta gloria”.

La Pasión de Jesús, por importante que sea en su vida, por necesaria que sea a nuestra salvación, no pone fin al ciclo de sus misterios. Leyendo el Evangelio, habréis notado que cuando Nuestro Señor habla de su Pasión a los apóstoles, siempre añade que “resucitará al tercer día”. Esos dos misterios se enlazan igualmente en el pensamiento de San Pablo, sea que hable de Cristo solo, sea que haga alusión al cuerpo místico. Pues bien, la resurrección señala para Jesús la aurora de su vida gloriosa.

Por eso la Iglesia, cuando conmemora solemnemente los sufrimientos de su Esposo, mezcla a sus sentimientos de compasión acentos de triunfo. Los ornamentos negros o morados, la denudación de los altares, las lamentaciones de Jeremías, el silencio de las campanas atestiguan la amarga desolación que embarga su corazón de Esposa en estos días del gran drama. ¿Y qué himno hace resonar entonces? Un canto de triunfo y de gloria: “Avanza el estandarte del Rey, he aquí como brilla el misterio de la cruz… Tú eres hermoso, brillante, árbol cubierto de la purpura real… ¡Dichoso eres por haber llevado, colgado en tus brazos, a Aquel que fue el precio del mundo!… Por la cruz, Cristo es vencedor”. Instrumento de nuestra salvación, la cruz ha venido a ser por Cristo el precio de su gloria: “¿No era preciso que Cristo sufriese todas estas cosas, para entrar en su gloria?” Lo mismo es para nosotros. El sufrimiento no es la última palabra en la vida cristiana. Después de haber participado de la pasión del Salvador, participaremos también de su gloria.

Una de las razones de la suprema glorificación de Cristo en su Resurrección y su Ascensión es el ser una recompensa de las humillaciones que Jesús ha pasado por amor a su Padre y por caridad para con nosotros. Al entrar en este mundo, Cristo se entregó completamente al beneplácito del Padre: aceptó realizar hasta su pleno cumplimiento el programa de las humillaciones predichas, beber hasta el fondo el amargo cáliz de los sufrimientos y de las ignominias sin nombre; se anonadó hasta la maldición de la cruz. ¿Y por qué? “Para que el mundo sepa que amo a mi Padre”, sus perfecciones y su gloria, sus derechos y sus voluntades.

He aquí el por qué —en palabras de San Pablo, que indican la realidad del motivo—: “he aquí por que Dios Padre ha glorificado a su Hijo, por que lo ha exaltado por encima de todas las cosas, en el cielo, sobre la tierra, en los infiernos”.

Después del combate, los príncipes de la tierra recompensan en su alegría a los bravos capitanes que han defendido sus prerrogativas, conseguido la victoria sobre el enemigo y ensanchado, por sus conquistas, las fronteras del reino.

¿No es esto lo que se realiza en los cielos el día de la Ascensión, pero con una magnificencia extraordinaria? Con soberana fidelidad, Jesús había realizado la obra que su Padre le exigía, abandonándose a los golpes de la justicia, como una victima santa, había descendido hasta abismos incomprensibles de dolores y oprobios. Ahora que todo esta expiado, saldado y rescatado; que el poder de las tinieblas esta deshecho; que las perfecciones del Padre están reconocidas y sus derechos vengados; que las puertas del reino celestial están abiertas de nuevo a la raza humana. ¡Qué alegría fue para el Padre celestial —si osamos hablar así de tales misterios— el coronar a su Hijo después de la victoria lograda sobre el príncipe de este mundo! ¡Qué satisfacción divina la de llamar a la santa humanidad de Jesús a disfrutar de los esplendores, felicidad y poderío de una exaltación eternal!

Las obras divinas resplandecen con inefables y secretas armonías, cuyo carácter único entusiasma a las almas fieles. Considerad: ¿donde comenzó Jesucristo su pasión? Al pie del Monte de los Olivos. Allí, durante largas horas, su alma santa ha sido blanco de la tristeza, el tedio, el disgusto, el miedo y la angustia. Nunca llegaremos a comprender la atroz agonía que paso el Hijo de Dios en el Huerto de los Olivos.

Y, ¿dónde inició nuestro divino Salvador las alegrías de la Ascensión? Jesús —que, en esto, no lo olvidemos, es una sola cosa con el Padre y el Espíritu Santo—, he querido escoger para subir a los cielos la cumbre de esta misma montaña que había sido testigo de sus dolorosas humillaciones.

¿No hay razón, pues, para que la Iglesia, nuestra Madre, con todo derecho exalte como “admirable” la glorificación de su divino Jefe? Nosotros gozaremos de Dios en la misma medida a que haya llegado la gracia en nosotros en el momento de nuestra salida del mundo.

No perdamos de vista esta verdad: el grado de nuestra felicidad eterna es y quedara fijado para siempre por el grado de caridad que hayamos logrado con la gracia de Cristo, cuando Dios nos llame. Cada momento de nuestra vida es infinitamente precioso, porque sirve para adelantar un grado en el amor de Dios, para elevarnos mucho más en la beatitud de la vida eterna.

No digamos que un grado más o menos importa poco. Si según una parábola expuesta por Nuestro Señor, hemos recibido cinco talentos, no es para que los enterremos, sino para hacerlos fructificar. Y si Dios mide la recompensa según los esfuerzos que hemos hecho para vivir de su gracia, para aumentar esta gracia en nosotros, todo será poco para poder dar al Padre celestial una buena medida. Jesús nos lo ha dicho: “Mi Padre de los cielos halla su gloria en veros abundar, por mi gracia, en frutos de santidad, que serán para vosotros, en el cielo, frutos de felicidad”. Tanto es así, que Cristo compara a su Padre con un viador que nos poda, por el sufrimiento, para que demos más frutos. ¿Amamos tan poco a Cristo, que tenemos en poco el ser, en la Jerusalén celestial, un miembro más o menos resplandeciente de su cuerpo místico? Cuanto más santos seamos, más grande será nuestra parte en este cántico de acción de gracias que los elegidos cantan a Cristo Redentor: “Sois vos, Señor, quien nos habéis rescatado”.

Procuremos apartar continuamente los obstáculos que pueden disminuir nuestra unión con Jesucristo; dejemos que la acción divina nos penetre tan profundamente, que la gracia de Jesús obre tan libremente en nosotros que nos haga “llegar a la plenitud de la edad de Cristo”. Escuchad las insistentes exhortaciones que San Pablo, que había sido arrebatado al tercer cielo, hacia a sus amados filipenses: “Para vosotros, decía el, a quienes yo amo tiernamente en las entrañas de Jesucristo, pido a Dios que vuestra caridad abunde más y más… a fin de que seáis hallados puros e irreprochables en el día del Señor, llenos de frutos de justicia por Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios”.

Y ved, sobre todo, como él mismo se muestra admirable ejemplo en el cumplimiento de este precepto. El gran Apóstol habia llegado al fin de su carrera; el cautiverio que sufre en Roma ha suspendido el curso de numerosos viajes emprendidos para esparcir la buena nueva de Cristo, toca al término de sus luchas y sus trabajos. Vive tan profundamente del misterio de Jesús, que el ha revelado a tantas almas, que puede decir a estos mismos filipenses: “Cristo es mi vida, y la muerte es, para mí, ganancia”.

Cuanto más querido de Dios es uno, más debe sufrir en este mundo. Jesús, el Hijo predilecto de Dios, ha sufrido como jamás ha sufrido hombre alguno. María, nuestra Madre, es Madre de dolores. ¿Por qué? Porque Dios es tan bueno, da a los incrédulos, a los malvados que no tendrán la suerte de gozar de su hermoso Paraíso, los bienes de este mundo, bienes que duran algunos años y después acaban para siempre. Mas, a sus amigos les da bienes eternos, porque cada pequeño sufrimiento soportado por Dios y en unión con Jesús, tendrá una recompensa inefable por toda la eternidad. Por eso fue María tan pobre; por eso fue toda su vida un martirio, desde que el santo viejo Simeón le predijo los sufrimientos de su Hijo.

Extractos de Dom Columba Marmión

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