miércoles, 21 de julio de 2010

In memoriam

EDUARDO AMITRANO

Cinco minutos antes de la misa vespertina del martes 13 de julio, nos llegó la noticia del fallecimiento de nuestro maestro y amigo entrañable, Eduardo Amitrano. Estábamos en pleno curso de metafísica con el querido maestro Mario Caponnetto quien, junto a su esposa Lis Genta, había llegado a San Luis el domingo anterior. La Divina Providencia dispuso así, que el día en que Eduardo partía hacia el encuentro definitivo con el Señor, estuvieran en San Luis —la patria chica que tanto amó y que fue testigo de su intachable condición de cristiano cabal— los herederos directos del magisterio nacionalista y católico de nuestros mártires. El mismo magisterio en cuyos criterios nos formó Eduardo en los últimos ocho años a nosotros, sus discípulos.


Nada escapa a los designios del Padre que, no pudiendo evitar nuestro dolor, se manifiesta, sin embargo, íntimo y cercanísimo en los momentos en que su pequeño rebaño se ve sacudido por el terrible misterio del dolor y de la muerte para la cual no hemos sido hechos. Dos circunstancias, a la par de la mencionada, lo manifestaron a mi inteligencia y a mi corazón.


Eduardo dejó este valle de lágrimas en los momentos en que el mismo Satanás estaba consumando otro bofetón estremecedor contra la Patria, con las tablas de la ley democráticas bajo el brazo. Eduardo nos enseñó —y el hedor a azufre que impregnó la atmósfera de la Patria durante esos días, fue la prueba evidente de la verdad de su magisterio— que no tanto las leyes inicuas como la perversión intrínseca de un sistema político que desprecia la ley de Dios y hace del número el criterio último, es la causa principal de la actual agonía de la Argentina.

Porque ese sistema —nos hubiera dicho— es la condición de posibilidad de las leyes inicuas. Es ese sistema —hubiera insistido— el único capaz de valorar positivamente el debate inmundo que debimos sufrir días atrás en el Senado. La distancia que existe —hubiera finalizado— entre someter a debate la condición desviada de quienes no reconocen lo que la naturaleza manifiesta en sus cuerpos, y dictar leyes inicuas, es cuasi insignificante. Nada cuesta a nuestros legisladores recorrerla, impulsados como están por jugosas ofertas.

El día de su partida, el Señor nos mostraba a nosotros, sus discípulos, la verdad de la enseñanza de Eduardo.


La segunda circunstancia entre las dos que mencioné, significó para nosotros una suave caricia del Señor que junto al dolor inevitable de una tal pérdida, recordó a nuestros corazones el sentido último de todo y la realidad actualísima de nuestra esperanza.


La mañana del día en que Eduardo retornó a la Casa del Padre, el maestro Mario Caponnetto meditó junto a nosotros acerca del silencio a que se entregó Santo Tomás durante los últimos meses de su vida en los cuales no quiso escribir más. Y concluyó hermosamente, conjeturando que el santo teólogo contempló seguramente el Amor Subsistente, fundamento de la “donación gratuita del ser”, eje vertebrador, a su vez, de la metafísica tomista, según nos enseñó. Y “el más docto entre los santos” quedó en silencio, porque el Amor deja muda a la razón.


Con estos santos pensamientos en el alma recibimos la triste noticia. Fuimos inmediatamente a participar de la Santa Misa que estaba a punto de comenzar, para unirnos al Santo Sacrificio en el que el Señor Jesús se ofrecería por Eduardo. En una de las lecturas se leyó el himno a la Caridad de San Pablo… Imaginé a Eduardo sonriendo a mi lado, diciéndome sin palabras que todo lo que esperamos es absolutamente real, que el Amor Divino ya lo colmaba y que, desde ahora, nos estaba aguardando, sosteniéndonos mientras tanto en el brevísimo combate que él mismo nos enseñó a librar.

Y bien, mientras seguimos sus pasos, nos queda su alegre e imborrable recuerdo que nos impulsa a imitarlo. “Némesis y mímesis”, como nos enseñara su tan querido amigo Antonio Caponnetto.

En primer lugar, su condición cabal de católico y nacionalista amante de su Patria. Amor operativo en su constante preocupación por la realidad de San Luis, su querida patria chica, a la que tanto bien ha hecho con su testimonio de profesional católico sin tacha, y con su lucidísima labor apostólica que, unida a una profunda vocación política (aunque frustrada —como él decía— por la imposibilidad de encauzarla en un sistema corrupto y corruptor, siempre operante) dieron y darán frutos de genuina catolicidad.

Prueba de ello fue el Consejo Pastoral por él fundado en tiempos de Monseñor Laise. Institución laical eclesial profundamente arraigada en los más tradicionales principios de la Doctrina Social de la Iglesia, y que tanto bien hizo a San Luis. También el Grupo Universitario Santo Tomás Moro, del que soy parte y en cuyo nombre escribo. Hemos nacido y crecido en su compañía y con su apoyo incondicional y permanente. Sin él nuestro grupo no sería el mismo.

¿Cómo olvidar las largas y amenísimas charlas con Eduardo? En ellas formamos criterios y nos formamos como apóstoles de Jesucristo ¿Cómo olvidar su inigualable gracia narrativa? Quienes lo hayan escuchado contar alguna anécdota sabrán a qué me refiero.


Por último, algo que no puedo dejar de ponderar pues ha sido la herencia más feliz que Eduardo nos ha dejado con su ejemplo y su palabra, es su profunda piedad. Cuando digo apóstol cabal de Jesucristo me refiero, fundamentalmente, a su íntima y personal unión con el Señor a quien recibía diariamente en la misa matutina de su querida Iglesia Catedral, auténtico refugio de las almas enamoradas de Jesús. Lo hizo también durante su penosa enfermedad y así el Señor quiso adelantar la unión definitiva con Él.


En aquellas charlas a que me refiero, en las que dialogábamos largamente acerca de la triste realidad de la Patria y de la Iglesia, siempre encontraba lugar para recordarnos lo principal, tantas veces olvidado por quienes nos decimos apóstoles de Cristo: la salvación personal que hemos de buscar prioritariamente —nos recordaba con frecuencia— no tanto en la proyección de grandes obras apostólicas, como en la unión del alma con Jesús mediante la oración, la penitencia y los sacramentos. Sólo a partir de esa unión íntima y personal con la fuente de todo bien, se ha de proyectar la actividad apostólica que —ahora sí— intentará llevar el Bien a la sociedad toda, procurando que sean los principios del cristianismo los que informen esa sociedad y los derechos de Dios los que funden las leyes.

Tal es la herencia de nuestro querido Eduardo. “Pasó haciendo el bien”, me dijo Mario Caponnetto en su velorio. Bien lo sabe nuestro Señor Jesucristo que adelantó su partida dejando en nuestro corazón la esperanza desnuda que nos mantiene erguidos.

Enjuga nuestras lágrimas, Señor, y prepáranos un lugar a tu derecha, allí donde están los que amaron a la Iglesia y a su Patria, y donde ya está Eduardo contemplando Tu Rostro.


Santiago Vázquez
Grupo Universitario Santo Tomás Moro

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hermosa despedida de un amigo a otro, en la segura esperanza del reencuentro, en la Patria Celestial.