domingo, 17 de octubre de 2010

Sermones y homilías

DOMINGO VIGÉSIMOPRIMERO
DESPUÉS DE PENTECOSTÉS



Dimitte nobis debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris

Tal como nos lo relata San Mateo, inmediatamente antes de la parábola que debemos comentar, Nuestro Señor acababa de hablar sobre la corrección fraterna y el perdón de las ofensas: Si tu hermano llega a pecar, vete y repréndelo, a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano.


San Lucas explicita con estas palabras: Cuidaos de vosotros mismos. Si tu hermano peca, repréndelo; y si se arrepiente, perdónalo. Y si peca contra ti siete veces al día, y siete veces se vuelve a ti, diciendo: “Me arrepiento”, lo perdonarás.

Pedro se acercó entonces y le planteó una cuestión práctica: Señor, ¿cuántas veces he de perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?

Con esto, San Pedro se creía muy generoso: ¿Será hasta siete veces?… Nosotros decimos: la tercera, es la vencida…

Mas Jesús le respondió: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.

Es decir, siempre, sin medida; siendo la única condición si te escucha… si se arrepiente…

Y para confirmar esta nueva doctrina, enseñó el Salvador esta parábola admirable, simple demostración de la quinta petición del Padrenuestro: Dimitte nobis debita nostra, sicut et nos dimittimus debitoribus nostris.


Por eso el Reino de los Cielos es semejante a un rey que quiso ajustar cuentas con sus siervos.
Al empezar a ajustarlas, le fue presentado uno que le debía diez mil talentos. Como no tenía con qué pagar, ordenó el señor que fuese vendido él, su mujer y sus hijos y todo cuanto tenía, y que se le pagase. Entonces el siervo se echó a sus pies, y postrado le decía: “Ten paciencia conmigo, que todo te lo pagaré”. Movido a compasión el señor de aquel siervo, lo dejó en libertad y le perdonó la deuda.
Al salir de allí aquel siervo se encontró con uno de sus compañeros, que le debía cien denarios; le agarró y, ahogándolo, le decía: “Paga lo que debes”. Su compañero, cayendo a sus pies, le suplicaba: “Ten paciencia conmigo, que ya te pagaré”. Pero él no quiso, sino que fue y lo echó en la cárcel, hasta que pagase lo que debía.
Al ver sus compañeros lo ocurrido, se entristecieron mucho, y fueron a contar a su señor todo lo sucedido.
Su señor entonces lo mandó llamar y le dijo: “Siervo malvado, yo te perdoné a ti toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti?”
Y encolerizado su señor, lo entregó a los verdugos hasta que pagase todo lo que le debía.
Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano.


Como en toda parábola, hay en ésta una desproporción enorme: diez mil talentos contra cien denarios...

Si Nuestro Señor ha puesto esta diferencia enorme entre la deuda de este siervo malo y la de su compañero es, en primer lugar, para hacer comprender mejor el objetivo de la parábola por el contraste entre la bondad del maestro y la dureza del siervo.

Consideremos un poco:

Son 10.000 talentos, contra 100 denarios.
Es decir, 60.000.000 de denarios, contra 100 denarios.
Como si dijésemos, 600.000 euros, contra 1 euro.

Ahora bien, un denario era el salario diario de un asalariado.

Por lo tanto, las deudas equivalían a 60.000.000 de jornadas de trabajo contra solamente cien…

Si calculamos a siete horas de trabajo por día, esto resulta:

420.000.000 horas, contra 700.

Es decir, 1.750.000 días, contra 30.

Más o menos como 4.800 años contra sólo un mes…


El lector se pierde, pero San Pedro comienza a comprender... Y San Andrés, su hermano, se restriega las manos con una sonrisa complaciente, mientras susurra… setenta veces siete… setenta veces siete…


La parábola nos presenta tres cuadros:

I.- El acreedor misericordioso.

II.- El deudor injusto y cruel.

III.- El castigo.


I.- El acreedor misericordioso

¿Qué hace entonces, ese siervo deudor? Incapaz de pagar, desprovisto de toda propiedad y abatido por el peso de su débito, tiene sólo un recurso: confiando en la conocida bondad de su rey, se postra humildemente a sus pies e implora su misericordia con lágrimas.

Sin embargo, no se atreve a solicitar la remisión de su deuda; simplemente pide una prórroga para pagar todo… ¿Acaso hubiese podido saldar su deuda con las solas fuerzas humanas? Recordemos que consistía en 4.800 años de trabajo…

Su conducta nos enseña lo que debemos hacer nosotros mismos para obtener la remisión de nuestros pecados y evitar el terrible castigo que tenemos bien merecido:

1) Humillémonos profundamente ante Dios, reconociendo nuestra malicia, nuestra indigencia y nuestra miseria.

Un solo pecado mortal merece el castigo eterno del infierno, ¡y no 4.800 años de trabajo!…

He aquí el por qué de la desproporción en la parábola.

2) Lejos de negar nuestra deuda, confesémosla con gran pesar y dolor. Arranquemos a nuestro corazón un verdadero acto de perfecta contrición.

3) Imploremos misericordia, con el propósito sincero y firme de satisfacer, según nuestras posibilidades, a la justicia divina por medio de una penitencia verdadera y seria.

Haced dignos frutos de penitencia, decía San Juan Bautista en el desierto.

4) Y ya que somos incapaces de satisfacer dignamente por un solo pecado, incluso venial, ofrezcamos al Padre eterno los méritos infinitos de la Preciosísima Sangre de su Hijo Jesús, inmolado por nosotros sobre la Cruz.


Ahora bien, ¿cuál fue la clemencia del rey?

La humildad y la súplica del culpable llegan al corazón del monarca, que revocando la severa orden ya impartida, le acuerda su venia y lo despide en paz y libertad.

En lugar del plazo solicitado, remite la deuda completa y absolutamente.


Lo que se dice aquí, en la parábola, de este rey misericordioso y generoso, Dios lo hace cada día realmente respecto de nosotros. Cuando Él ve a sus pies un pobre pecador contrito, humillado, pidiendo su gracia y perdón, se deja conmover y perdona todos sus pecados, por numerosos y graves que sean.

¡Cuánto agradan a Dios una verdadera contrición y una confesión humilde!

¡Qué grande es su misericordia!


Pero Dios no perdona a medias: perdona las deudas pequeñas, como así también las más grandes; a condición de que uno no se arrepienta a medias y de que el cambio del corazón sea completo y perfecto.

Además, Dios exige rigurosamente que seamos agradecidos, buenos y misericordiosos como Él; dispuestos y prontos a perdonar a los otros, como nos ha perdonado Él mismo: Sicut et nos dimittimus debitoribus nostris...


II.- El deudor injusto y cruel
¿Qué sucedió cuando este siervo salió de la casa de su príncipe?

Este siervo miserable, parte de la corte libre de deuda, pero esclavo de la injusticia.

Acaba de recibir un beneficio extraordinario, una gracia sin par, y sin tardar comete una acción detestable, una crueldad monstruosa.

Apenas se halla fuera del palacio, donde el rey le ha perdonado sin condiciones su deuda inconmensurable, se encuentra con uno de sus compañeros, que le debía cien denarios, cien días de trabajo; suma insignificante, comparada con la deuda contraída por él y de la cual acaba de ser perdonado…

En lugar de abrazarlo y de invitarlo a alegrarse con él por el perdón obtenido, remitiéndole a su vez esta deuda minúscula, he aquí que se arroja brutalmente sobre él, lo aferra por la garganta y lo sofoca, diciéndole con ira: ¡Paga lo que debes!

¡Qué extraña inhumanidad! ¡Qué crueldad! ¡Qué contraste con la conmovedora escena recién acaecida!


Ahora bien, este pobre deudor cae de rodillas, como él mismo había hecho ante el rey, y, con los mismos términos empleados por él (circunstancia que hubiese debido estremecerlo), le pide tenga paciencia, prometiendo pagarle todo.

Él podría, en efecto, con cierto retraso, pagar todo la suma y saldar la deuda, que era baja.

Pero, no sólo no le concede ni una hora de dilación, sino que lo trata con un rigor extremo y lo hace echar inmediatamente en la cárcel, para que permanezca allí hasta el cese de la deuda.


¿Quién no se indignaría contra la conducta de este siervo perverso?

Si el rey y el señor ha perdonado tan fácilmente la enorme deuda de su sirviente, ¿cuánto más debía perdonar él a su compañero?

Y, sin embargo...


¿No es acaso el retrato de muchos cristianos que se atreven pedir a Dios la remisión de sus innumerables deudas, y después, incluso a veces saliendo del Santo Tribunal de la Confesión, no tienen vergüenza de guardar contra sus hermanos odios o rencores inveterados por un delito pequeño, una palabra más o menos ofensiva, una leve falta de respeto; o se niegan a perdonar y buscan oportunidades de venganza?

San Juan Crisóstomo observa que este miserable llegó a esta barbarie excesiva porque, apenas fuera del Palacio, olvidó la enormidad de su deuda y, de resultas de ello, la grandeza del beneficio recibido.

Por eso tuvo para con su compañero maldad y desprecio, y perdió por esta conducta despreciable los beneficios que acababa de obtener.

No hay ningún medio más indicado para mantener al alma en sentimientos de sabiduría, de bondad y de mansedumbre, como el recuerdo constante de sus propios pecados.


III.- El castigo

¿Qué hizo, entonces, el rey? Teniendo conocimiento de la conducta de su sirvo, se indignó contra este miserable, a quien había tratado tan generosamente, y con la gravedad de un juez, ahora inexorable, le reprochó su inhumanidad: Siervo malvado, le dijo…; teniendo horror por la ingratitud y la dureza de corazón…

¡Siervo inicuo!, ¿cómo has obrado de tal manera? Habiendo sido tratado con misericordia, ¿cómo has demostrado tanta crueldad con tu consiervo?

Yo te perdoné a ti toda aquella deuda, porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti?

Y a continuación, el rey, dejándose llevar de una justa indignación, retiró la condonación y entregó el miserable a los albaceas de la justicia para el pago de toda la deuda, es decir, para siempre…

Imagen terrible del juicio ineludible y de la sentencia sin apelación, en el cual Dios, habiendo reprochado a los pecadores su falta de caridad, les dirá: ¡Id al fuego eterno!


¡Oh infelices pecadores!, si tuviésemos día y noche delante de los ojos esta amenaza de la terrible sentencia, ¡con qué suavidad, caridad y misericordia trataríamos a nuestros hermanos que nos han ofendido y reclaman nuestro perdón!


¿Qué conclusión saca Nuestro Señor de la presente parábola?

Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano.

Si perdonáis de buen corazón, Dios, que es infinitamente justo y bueno, perdonará del mismo modo.

Pero, si en lugar de perdonar, preferís dejaros llevar por el odio, el rencor, la venganza, Dios tampoco os perdonará.

La medida que utilizará con vosotros será la misma que utilizasteis con vuestros hermanos.


Por otra parte, es exactamente lo mismo que pedimos cada día en el Padrenuestro: Dimitte nobis debita nostra, sicut et nos dimittimus debitoribus nostris… Y perdona nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores


Tengamos en cuenta estas palabras del Redentor: si no perdonáis de corazón, ex cordibus vestris, desde el fondo del corazón, con sinceridad, sin doblez…

Nuestro Señor quiere evitar toda hipocresía y caricatura de concordia…

Perdonar sinceramente, de todo corazón, es sobreponerse y superar las repugnancias de la naturaleza; es desterrar todo odio, todo rencor, todo deseo de venganza; estar dispuestos a demostrar a quien nos ha ofendido una caridad real y darle muestras de ello por toda clase de buenas acciones.


Oración:

Oh, Padre infinitamente bueno y misericordioso, humildemente prostrado a tus pies, solicito perdón de mis innumerables pecados.

No puedo decir: ten paciencia conmigo y todo te lo pagaré, puesto que mi deuda para contigo no es sólo de diez mil o cien mil talentos, sino infinita.

¿Y cómo podré saldarla o, al menos, disminuirla? No tengo ningún mérito, ninguna virtud; todo lo he disipado, como este siervo, como el hijo pródigo.

¡Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam tuam!

Os ofrezco mi corazón contrito y humillado…

Os ofrezco la disposición que tengo de perdonar sinceramente a todos los que me hayan ofendido, como quiero y pido que Tú me perdones.


Dimitte nobis debita nostra, sicut et nos dimittimus debitoribus nostris…

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