martes, 30 de noviembre de 2010

Testigo de cargo

LAS TRES CARAS DE LA IZQUIERDA
          
Como es sabido, se comienza a hablar de izquierda y derecha a partir de la Revolución Francesa, cuando en la Asamblea Nacional se sientan en esas posiciones los partidarios del cambio rápido y profundo y los del cambio evolutivo.
        
A través del siglo XIX surgirá la primera cara de la izquierda, en torno a tres características principales: uno, predominio de los intelectuales en el diseño de las bases teóricas y en la conducción política; dos, adopción de principios socialistas; tres, definición de la lucha obrera y de la huelga como método principal de lucha.
             
Estas características deben ser explicadas: a principios del siglo XIX los intelectuales burgueses son un puñado (abogados, literatos y los primeros periodistas).  De allí que la conciencia de su número exiguo les hiciera buscar una “tropa” que les permitiera participar en las contiendas políticas democráticas y también en las que no lo eran.  Esa tropa la proporcionó  el proletariado creado por la revolución industrial.
       
El paradigma central sería el marxismo, que tenía la ventaja de proporcionar una teoría grandiosa que  explicaba todo y convertía la lucha de la izquierda en una batalla ganada de antemano por formar parte de unas “leyes de la historia” de cumplimiento necesario.
           
Esta línea de pensamiento se continuó en el siglo XX, tras pasar los avatares del revisionismo, en la social democracia que primero excluyó del marxismo la necesidad de la revolución y luego excluyó al mismo marxismo de sus fundamentos partidarios. (El primero fue el socialismo alemán en Bad Godesberg, 1959).
            
Marxista a veces, revisionista otras, esta es hoy la primera de las caras de la izquierda en todo el mundo, incluyendo nuestro país.  Quiere ser una cara amable, civilizada y  progresista (el caso argentino clásico es el socialismo de Binner) pero la traiciona su solidaridad con la segunda izquierda, solidaridad que la ha llevado a seguir sin protestar la venganza de los epígonos de nuestra guerrilla urbana y rural contra los militares que la derrotaron.
             
Dicho más claramente: no hubiera habido juicios a los militares, no se hubieran tolerado las aberraciones jurídicas en las que se basan sin la complicidad de la izquierda supuestamente civilizada, de los Binner pero también de los Alfonsín, Carrió y demás.
              
La segunda cara de la izquierda es la que se desarrolló en el siglo XX, la torva cara revolucionaria cuyo principal teórico fue  Lenín.  Esa cara tomó los elementos proféticos del marxismo pero varió principalmente el método de la lucha, que pasó de la huelga a la guerra revolucionaria.  Lo cual creó un tipo humano diverso del intelectual de la primera cara.  Ahora era el “revolucionario profesional” el protagonista, la “máquina fría de matar”, como lo definiría uno de ellos, el llamado “Che” Guevara.
      
Hay que agregar, sin embargo, que este nuevo tipo humano era el resultado de una conversión del anterior.  La mayoría de los revolucionarios profesionales eran primero intelectuales, si se da de ellos una definición suficientemente amplia.  Y esa definición nos la proporciona la realidad social.
                 
En la tercera década del siglo XX, en los países que hoy llamamos desarrollados, se produjo un acontecimiento de la mayor importancia.  Por primera vez en la historia las personas ocupadas en el sector terciario (servicios) superaban a las empleadas en el primario (extractivo) y el  secundario (transformador).
             
Dicho de otra manera, quedan en minoría los campesinos (que habían sido mayoría durante siglos) y los obreros industriales (que lo habían llegado a serlo en el XIX).
              
Ese “terciario” es —como se sabe— un cajón de sastre.  Cabe todo lo que no es extractivo o transformador.  Pero lo que en verdad oculta es primero, que los otros dos sectores dependían cada vez más, de la ciencia y la tecnología y que éstas exigían un crecimiento de personal ocupado acorde con tal circunstancia.  Y que ciencia y tecnología dependía también de un vasto mundo de enseñanza, profesores, libros y los que los escriben, conferencias, academias, simposios, congresos, publicaciones, correspondencia.  Todo lo cual creaba una enorme cantidad de empleos del terciario.
              
Además, la reducción de las horas de trabajo y la extensión de la alfabetización habían creado un vasto mundo de información, diversión y ocio que produjo la primera explosión de los medios de difusión.  Es decir diarios, revistas y (ya en el XX) radio.  Y luego TV, teatros, cines y fiestas.  Y un largo etcétera que el lector conoce bien porque es su mundo.  El crecimiento del terciario implicaba que ahora la izquierda tenía una tropa propia y que ya no se necesitaba al proletariado.  Porque la mayoría de los que integraban el nuevo terciario podían definirse como intelectuales ya que eran, por lo pronto, hombres que no se inclinaban sobre el surco ni sobre el torno.
                  
Así surgió la tercera cara de la izquierda.  Si podemos llamar marxista a la primera y leninista a la segunda, esta tercera merece el nombre de gramsciana.  Si Lenín salió a corregir a Marx para explicarlo, Antonio Gramsci corrige a Marx  y Lenín y pretende superarlos.  Es por lo pronto una toma de conciencia del crecimiento de una clase intelectual con poder propio.
               
El objetivo final no es ahora la sociedad sin clases sino el triunfo de la inmanencia sobre la trascendencia, la edificación de un hombre absolutamente autónomo, que no necesite nunca más de un Dios que lo limite y lo esclavice.
                   
Y el método de lucha ya no es la huelga ni la guerra sino el predominio en los mecanismos del conocimiento, la constitución de una clase de “intelectuales orgánicos” que adoctrine a todos los hombres por igual.
              
ADÓNDE ESTAMOS
                
Esta es la situación actual.  La primera izquierda subsiste en los políticos socialdemócratas.  La segunda en las torvas mesnadas de los infinitos grupúsculos de la zurda piquetera y en las cálidas ilusiones del socialismo del siglo XXI.
            
Pero la tercera es la vigente: las tres p, la tropa de “pensadores”, profesores  y periodistas que predomina culturalmente en las sociedades desarrolladas (y en muchas que no lo son, como la nuestra) aunque políticamente fracase una y otra vez.
          
No reincidiré en la descripción de estas nuevas huestes de la izquierda reciclada.  Lo he hecho muchas veces y el lector las conoce por diaria experiencia.  En realidad todo esto fue un exordio para referirme a un caso puntual.
           
En el diario “Clarín” del 23 de enero pasado se nos relata que habrá “bodas gay al pie del Everest” y se nos explica que el máximo dirigente del Partido Comunista de Nepal en el poder planifica estas bodas gay para obtener “fuertes beneficios económicos” aumentando la afluencia de turistas,  por lo cual su iniciativa “ha sido acogida con gran fervor por el capitalismo nacional”.  Habrá, pues, en el Everest y “otras montañas, casi todas altísimas… fiestas exóticas con los contrayentes y los invitados que van y vienen montados en elefantes (con) música nepalesa y rock”.
               
Dos cosas formidables nos muestra esta noticia.  La primera es la confluencia final de las tres caras del izquierdismo.  El régimen nepalés tiene algo de social democracia porque subsiste un “capitalismo nacional”.  Algo de leninismo porque se trata de un Partido Comunista, nombre característico de la etapa siglo XX.  Y por último está en la lógica del gramscismo, la destrucción de la vieja sociedad y la entronización del hombre soberano que no reconoce leyes ni obligaciones de ninguna clase.
                 
Pero por sobre todo este minúsculo episodio dibuja la curva de la izquierda.  Sus objetivos grandiosos han quedado empantanados en el charco de los vicios pequeñoburgueses que producían horror a los primeros socialistas. La discordancia entre los ideales primigenios y los casamientos gay en Nepal —con elefantes y rock— es de tal magnitud que allí donde quede un adarme de sentido común tiene que producir un rechazo visceral.
            
PERO A SU VEZ
             
En “La Nación” del 30 de enero luce a toda página un artículo (uno más) de nuestro conocido Mario Vargas Llosa.  Se refiere a “El triunfo de Piñera” en Chile y desde el subtítulo nos tranquiliza (o por lo menos tranquiliza a las lectoras de “La Nación”) aclarando que es “la  reafirmación de la economía de mercado”.
             
Todo el largo texto se dedica a razonar este hecho evidente: La dictadura de Pinochet impuso una línea económica exitosa que sepultó el intento socializante de Allende.  La paradoja de la Concertación que sucedió al gobierno militar fue que debía denostar a Pinochet pero seguir cuidadosamente su política económica.  Llegó el momento en que parte de los chilenos se preguntó ¿para qué seguir a unos imitadores si tenemos a los auténticos?
            
Es evidente que la reciente batalla electoral en Chile se dio sobre todo en torno a esta cuestión.  Cualesquiera hayan sido las salvedades y prevenciones de Piñera con respecto a Pinochet, se referían exclusivamente a lo político pero en lo económico tenía todo el derecho de presentarse como un intérprete —y continuador— más fiel que sus adversarios.  Así lo entendió la mitad más uno del pueblo chileno y le dio la victoria.
             
Pero en este panorama (triunfo de un liberal lejano en lo político de los militares pero fiel seguidor de su economía) queda vacante un asunto: lo cultural.  Vargas Llosa también nos tranquiliza: Piñera no es “la derecha cavernaria, autoritaria y conservadora”, Piñera, que según Vargas Llosa “es un católico practicante”, apoya “medidas como la píldora del día siguiente y las uniones legales entre parejas gay”.
              
Sin estas precisiones quedaría incompleto el panorama pintado en las notículas que anteceden.  Lo que hoy se llama derecha coincide plenamente con la tercera cara de la izquierda en materia cultural.  Es más, desea ni plantearse esas cuestiones.  Se las saca de encima como engorros molestos que le impiden dedicarse a la gestión eficiente de la economía.  La actitud de Macri en relación con el matrimonio gay es bien clara.  Con toda seguridad el Jefe del Gobierno porteño se asombró cuando Bergoglio le reprochó su actitud.  ¿Cómo, se dijo, por qué hacen tanto lío con esto? No entienden nada, si consigo inaugurar tres líneas nuevas de subte tengo la elección asegurada.  Lo terrible es que tiene razón.  Y lo prueba la experiencia del Alcalde de Madrid, un hombre de derecha de la misma escuela que nuestro Mauricio.  Ha hecho una gestión eficiente y el electorado de derecha lo premia con reelección tras reelección.  ¿A quién le importan los bebés abortados?  ¿Votan?  Entonces sean realistas, sigan al empresario exitoso.  Se llame Berlusconi, Macri o Piñera y lo demás se dará por añadidura.
              
O sea que Vargas Llosa apuesta al hombre que “es fuente de creación de empleo y de riqueza y (cuyos) éxitos revierten sobre el conjunto de la sociedad”.  Gracias a Piñera (y sus iguales) Chile será muy rico.  Eso sí, habrá cada vez menos chilenos ya que “habrá dejado el subdesarrollo y será el primer país de América Latina en incorporarse al Primer Mundo”. Y ya sabemos las consecuencias demográficas de tal hazaña. Me temo que ese galardón no viene solo y no se ve por qué Chile sería una excepción. Menos chilenos, el sinsentido de la vida, todos los “pequeños” inconvenientes que trae consigo eso que llaman desarrollo cuando la conducción cultural está en manos de la izquierda y los éxitos económicos los obtiene la derecha.
           
La tragedia del mundo actual no queda dibujada con la sola descripción de la izquierda dominante en lo cultural.  Se completa con la consideración de lo que ha llegado a ser una derecha que tuvo, en sus tiempos, algunas consideraciones de carácter moral, aunque más no fuera a partir de una  cierta idea del orden de las sociedades.  Todo eso se vino abajo, entre otras razones por la debilidad de los argumentos con que se sostenía.
        
Aníbal D'Ángelo Rodríguez
             

domingo, 28 de noviembre de 2010

Sermones para el Adviento

PRIMER DOMINGO DE ADVIENTO


¡Cosa notable y asombrosa! La Iglesia comienza y termina el año con el Evangelio de los “signos de los tiempos” Lo toma de San Lucas para este Primer Domingo de Adviento y de San Mateo para el Domingo 24º después de Pentecostés.

Podemos preguntarnos, ¿por qué la Iglesia nos hace leer y meditar hoy, al comienzo del Año Litúrgico, el Evangelio de la Segunda Venida del Salvador?

Ante todo, debemos notar con San Bernardo que hay tres Advientos o Venidas de Nuestro Señor. Dice el Santo Doctor:


“Conocemos tres venidas del Señor.
Además de la primera y de la última, hay una venida intermedia. Aquéllas son visibles, pero esta no.
En la primera, el Señor se manifestó en la tierra y vivió entre los hombres, cuando —como Él mismo dice— lo vieron y lo odiaron.
En la última, contemplarán todos la salvación que Dios nos envía y mirarán a quien traspasaron.
La venida intermedia es oculta, sólo la ven los elegidos, en sí mismos, y gracias a ella reciben la salvación.
En la primera, el Señor vino revestido de la debilidad de la carne; en esta venida intermedia viene espiritualmente, manifestando la fuerza de su gracia; en la última vendrá en el esplendor de su gloria.
Esta venida intermedia es como un camino que conduce de la primera a la última.
En la primera, Cristo fue nuestra redención; en la última, se manifestará como nuestra vida; en esta venida intermedia, es nuestro descanso y nuestro consuelo.”

Ahora bien, el recuerdo de la Segunda Venida, al mismo tiempo que nos inspira un saludable temor, nos aparta del pecado y nos prepara para celebrar dignamente la Primera Venida.

Del mismo modo, la devota celebración de la Navidad nos dispone a la vigilancia y a la oración, condiciones indispensables para estar preparados para la Parusía.

Finalmente, estas dos actitudes atraen la gracia y al Autor de la gracia a nuestra alma.


El santo tiempo que hoy principia está destinado, según la mente de la Iglesia, a hacernos meditar en los tres grandes Advenimientos del Salvador a la tierra:

• el primero, en la humildad del pesebre, para salvarnos;
el segundo, en el esplendor de su gloria, en el último día, para juzgarnos;
el tercero, en el secreto de los corazones por su gracia, para santificarnos.

Agradezcamos al Espíritu Santo, que inspiró a la Iglesia la institución del Adviento, para prepararnos a la gran fiesta de Navidad, cuya vigilia, dice San Carlos Borromeo, es el tiempo de Adviento; vigilia, nota este santo cardenal, que no debe parecer demasiado larga al que aprecie la excelencia de la fiesta a la cual nos prepara.

Con este fin la Iglesia clama al cielo: ¡Oh Dios! enviad vuestra gracia todopoderosa para que disponga nuestros corazones; y a nosotros nos dice en la Epístola de este día: Salid de vuestro letargo; despertad, hijos de los hombres; preparad vuestro corazones, porque se acerca el nacimiento del Salvador.


Consideremos brevemente cada una de estas Venidas del Señor para sacar algún fruto.

Primer Adviento:

Debemos meditar de un modo especial durante el Adviento en el misterio de un Dios Encarnado.

Profunda sabiduría de la Iglesia es no introducirnos de improviso en la gruta de Belén, sino mostrarla, en cierto modo con el dedo, un mes antes, para decirnos: Preparaos a presentaros delante del divino Niño.

Reflexionemos seriamente en este gran misterio, que, después de haber permanecido oculto nueve meses en el seno purísimo de María Santísima, va a ofrecerse a la adoración del mundo en el gran día de Navidad.

Preparemos nuestros corazones para recibir al Salvador, con una meditación más profunda, una fe más viva en sus grandezas, un respeto mayor a su majestad humillada, un amor más agradecido por su caridad y mansedumbre correspondientes a su incomparable benignidad, un espíritu de mortificación y de recogimiento que no desdiga de la austeridad de la gruta ni de las santas ocupaciones del divino Niño.

Si no preparamos nuestros corazones con una seria meditación sobre el misterio del Verbo Encarnado, perderemos las gracias inherentes a tan grande solemnidad.

Evitemos semejante desdicha, comenzando desde hoy a meditar en este misterio y entrando en una vida nueva.


Segundo Adviento:

Debe meditarse de una manera especial durante el Adviento en la Segunda Venida del Salvador, para juzgarnos.

Estimando la Iglesia que este pensamiento es eminentemente útil para hacernos entrar en los sentimientos de fervor propios del santo tiempo de Adviento, llama especialmente nuestra atención con la idea del Juicio Final, que nos presenta hoy.

La Segunda Venida de Nuestro Señor debería llenarnos de alegría. Los Santos la deseaban, porque la consideraban consoladora y gloriosa para ellos.

¡Qué pena si el pensamiento de la Parusía nos desanima y entristece!

Desde la Ascensión del Señor a los Cielos, el deseo de los Santos es su retorno glorioso.

Ellos desean su Segundo Advenimiento porque:

se trata la liberación de la Iglesia, que triunfará sobre todos sus enemigos;
será el día de la recompensa y de la gloria perfecta;
será el reinado eterno con Cristo.

Deber nuestro es inspirarnos en sus intenciones; concebir una viva fe de este gran día, tan consolador para los buenos, que recibirán en él la recompensa de sus virtudes; tan terrible para los pecadores, que también en él recibirán el castigo de sus vicios.

Y, sin embargo, ¿por qué tan pocos lo desean? San Agustín responde: “es porque hay pocos que realmente aman a Jesucristo y que se hallan en estado de comparecer ante Él. ¿Cuántos entre los cristianos no tienen para con Jesús sino indiferencia?
El corazón de la mayoría de los cristianos está apesadumbrado por el amor desordenado de las criaturas, atados a las cosas de este mundo. De allí el poco deseo de las cosas celestiales.
¡Cuántos se hacen ilusiones o mienten cuando dicen Adveniat regnum tuum!… ¿No tienen, más bien, miedo?”


El Catecismo del Concilio de Trento nos exhorta de este modo: “así como aquel día del Señor en que tomó carne humana, fue muy deseado de todos los justos de la ley antigua desde el principio del mundo, porque en aquel misterio tenían puesta toda la esperanza de su libertad, así también después de la muerte del Hijo de Dios y su Ascensión al cielo, deseemos nosotros con vehementísimo anhelo el otro día del Señor «esperando el premio eterno, y la gloriosa venida del gran Dios».”


Resuene, pues, durante este tiempo en el fondo de nuestros corazones la voz de la trompeta que nos llamará a juicio, para hacernos temblar ante la sola apariencia del mal, y también para animarnos a la práctica del bien.


Tercer Adviento:

Debemos meditar de un modo especial durante el Adviento en la venida del Salvador a nuestros corazones por su gracia.

Esta venida es el medio por el cual se comunican al alma las gracias del misterio de la Natividad.

Cierto que Jesucristo, en esta gran fiesta, no nace corporalmente como en Belén; pero nace espiritualmente por su gracia en las almas bien preparadas; vive en ellas por su espíritu, por los sentimientos que les inspira, por su humildad, su dulzura, su caridad, y por todas las virtudes que nos comunica.

Este nacimiento y esta vida de la gracia en nosotros, los obtendremos:

1º) por medio de fervientes oraciones, inspiradas por el sentimiento de la necesidad que de ellos tenemos;


2º) a fuerza de vigilancia, para escuchar la voz de la gracia, que no pretende más que hallarnos;

3º) a fuerza de generosidad en obedecerla y de abandono sencillo y amoroso a su dirección.


Además de estas consideraciones, es muy útil considerar los tres medios de santificar el tiempo de Adviento, a saber:

1º) el espíritu de penitencia y de renovación;

2º)
los santos deseos del nacimiento del Salvador en nosotros;

3º)
una devoción especial al misterio de la Encarnación.


1º) El espíritu de penitencia y de renovación

El tiempo de Adviento es una serie de días y semanas destinados a prepararnos para la gran fiesta de Navidad, por medio de una vida mejor y más perfecta.
Sería, pues, en cierto modo profanarlo vivir durante él como en el tiempo ordinario.

Antiguamente la Iglesia santificaba el Adviento con la abstinencia, el ayuno y oraciones más prolongadas.

Si no alcanza a tanto nuestro fervor, debemos por lo menos santificarlo, concentrándonos seriamente en nosotros mismos, haciendo aplicaciones de nuestra meditación al empleo de nuestro tiempo, a nuestras lecturas y conversaciones, a nuestra voluntad y a nuestro amor propio.

Debemos examinar todas estas cosas en presencia de la gruta de Belén, tomando por juez al divino Niño.

Este serio examen hará nacer en nosotros sentimientos de penitencia por lo pasado, serias resoluciones para lo porvenir y una firme voluntad de entrar en una vida nueva.

No hay que diferirlo. Nos encontramos en un tiempo santo. Preciso es poner manos a la obra con todo el corazón y comenzar desde hoy mismo, fijándonos en algunos defectos particulares de que debemos corregirnos desde hoy hasta el día de Natividad.


2º) Los santos deseos del nacimiento del Salvador en nosotros

Tanto como los patriarcas deseaban la venida del Mesías, así debemos nosotros desear su nacimiento en nuestros corazones por su gracia.

¿De qué nos serviría la venida del Mesías a la tierra si no naciese y viviese en nosotros; es decir, si no viniese a animarnos con su espíritu, a inspirarnos con su gracia y a penetrarnos de sus sentimientos?

Jesucristo no viene al alma sino cuando ella lo desee y en la proporción que lo desee. Quien no lo desea, no lo aprecia, y se hace indigno de recibirlo.

Debemos, pues, durante estos días, ser almas de deseos; suspirar, como en otro tiempo suspiraron los Patriarcas por la venida del Mesías, y como los Santos de la nueva ley por la venida de Jesucristo a sus corazones, repitiendo a menudo con ellos: ¡Oh cielos! derramad sobre nosotros vuestro rocío: envíennos las nubes al Justo por excelencia, al príncipe de toda justicia, ábrase la tierra de nuestro corazón y produzca al Salvador. Ven, Señor Jesús. Ven…

Estos santos deseos deben ser a la vez ardientes y generosos: ardientes, para corresponder a la excelencia del don que pedimos; generosos, para sacrificar todo lo que desagrade al Huésped divino, que llamamos a nosotros.


3º) Una devoción especial al misterio de la Encarnación

En todo tiempo esta devoción debe ser eminentemente grata al alma cristiana; pero, habiendo instituido la Iglesia el Adviento precisamente para hacernos honrar y meditar este misterio, nuestro deber es ocuparnos ahora, muy especialmente, en él; estudiar el amor infinito que ha unido la sublime naturaleza de Dios a la pobre naturaleza del hombre; agradecer, amar y bendecir este gran misterio; y, para reparar lo pasado, vivir durante el Adviento, únicamente en el amor e imitación del Verbo encarnado, que ha querido hacerse modelo de la vida cristiana.

¡Bienaventurado quien comprende estas verdades y, durante todo este santo tiempo, se empeña en ponerlas en práctica, es decir, en amar e imitar al Verbo encarnado!

En esto consiste todo el cristianismo.

Jesucristo no ha venido del Cielo a la tierra sino para encender en todos los corazones el fuego sagrado del divino amor.

Nada ha hecho que no sea para mostrarnos, con su ejemplo, la línea de conducta que hemos de seguir durante nuestra peregrinación por la tierra.

Démosle gracias por este insigne beneficio y prometámosle aprovecharnos de él.


Después de estas consideraciones, formemos los siguientes propósitos:

1°) de entrar en una vida de recogimiento y oración, propia del tiempo de Adviento.

2°) de emplear un cuidado especial en la perfección de cada una de nuestras acciones ordinarias: lo que constituirá la mejor manera de santificar tiempo tan santo.

3°) de pensar a menudo y con amor en el misterio de la Encarnación, sobre todo tres veces al día al rezar el Angelus.

sábado, 27 de noviembre de 2010

De pluma ajena

UNA ACCIÓN DIGNA
DE UN ITALIANO
      
Producida la caída del Restaurador por la batalla de Caseros, éste debió exiliarse en Southampton, Inglaterra.
      
Muchos de sus antiguos amigos, olvidando antiguas lealtades, lo abandonaron y traicionaron siguiendo a los nuevos vientos, cual veletas y de un día para otro pasaron a servir a las nuevas autoridades, como el caso del autor del Himno Nacional, Vicente López y Planes, antiguo federal y rosista, juez durante el gobierno de Rosas y autor de muchos versos laudatorios hacia el Restaurador y su hija. ¿Miserias humanas?, ¿“salvar el pellejo”?…
       
Algunos, muy pocos —sobraban los dedos de las manos para contarlos— siguieron fieles a su antiguo amigo y jefe, haciendo honor a su amistad. Entre ellos podemos contar a Antonino Reyes, y al Coronel don Prudencio Arnold. Este último en carta a Rosas en octubre de 1875, le decía: “Su retrato de busto es el único que hay en la salita de mi casa, en esta ciudad, frente a las ventanas de la calle”.
          
Además de los pocos y fieles amigos, quienes nunca olvidaron al Restaurador, fueron su pueblo, los gauchos e indios. En la década de 1870, comentaba un viajero haber visto a un gaucho entrar a una pulpería, clavar un puñal en el mostrador y gritar “Viva Rosas”; o el caso de aquel cacique indio que a su hija le puso el nombre de “Manuelita”, en recuerdo y honor de Rosas y su hija; o en los cantos de los guitarreros, cuando decían: “Cuándo vendrá ese Rosas, pa' ponerse de su lao”. Ese pueblo que siempre le fue fiel hasta el final y mucho más, siempre lo tuvo en su corazón.
          
He aquí una carta —que está en el Archivo General de la Nación y que transcribimos a continuación en redacción moderna— de un italiano, residente en Montevideo, quien al saber que un argentino a quien Rosas “ha llenado de consideraciones en otros tiempos”, había entregado un retrato de Rosas para ser rematado, lo compra y se lo manda, con la siguiente misiva y que constituye todo una ejemplo de una persona que ha sido testigo y admirador de la obra del Restaurador.
    
Esa carta que debe de haber llenado de orgullo y satisfacción al General Rosas, dice así:
      
“Sr. Brigadier General Dn. Juan Manuel Rosas
Mi distinguido Sr.
A pesar que no tengo el honor de conocer a Ud. personalmente, y soy, admirador constante de las grandes acciones con que Ud. ha ilustrado el suelo de su Patria.
Sus gloriosos hechos en la lucha que con tanta dignidad sostuvo contra la intervención Anglo Francesa, es el Monumento más glorioso de su carrera pública, y la historia fiel lo transmitirá con avidez a las generaciones venideras.
La casualidad puso estos días a mi vista, en un Remate donde he asistido, un Retrato de su persona. ¡Cuántas ideas asaltaron a mi imaginación a la vista de ese objeto Señor General! Me apresuré a comprarlo antes que empezase el Remate público, y lo obtuve con el objeto de remitirlo a Ud. como lo hago por el Paquebote Mersey.
Un Argentino a quien Ud. ha llenado de consideraciones en otro tiempo cuando Ud. estaba elevado en la cumbre más alta del poder, lo mandó vender. Y un italiano, algo pobre que nada debe a Ud. ni lo conoce, lo compra para evitar la venta pública del Retrato de un hombre que dirigió los destinos de la República Argentina. ¡Así es la condición de la miseria humana Sr. General!
Acepte pues este pequeño Obsequio como un homenaje del afecto y respeto, que le profesa esa su Obsecuente y S. S.
Q. B. S. M.
Pedro Roggero
Montevideo, Agosto 30 de 1860”.

       
Nota del Director: las letras “S. S.” y “Q. B. S. M.” que precedían a la firma, significan “Su Servidor” o “Seguro Servidor” y “Que Besa Su Mano”, y eran comunes en la correspondencia de la época.
       
(Tomado de “El Restaurador”, nº 4)
      

viernes, 26 de noviembre de 2010

Cantando he de llegar al pie del Eterno Padre


POR ELLA UN PERICÓN
y un ¡viva! por su nombre



Tango: “La virgen del perdón”
interpretado por Carlos Gardel
                      

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Ensayo

EL  AUTÉNTICO SIGNIFICADO DE LA EMBESTIDA CONTRA EL CRUCIFIJO
     
“Su memoria está por doquier.
En las paredes de las iglesias y de las escuelas,
en las cimas de los campanarios y de los montes,
en las ermitas de los caminos,
a la cabecera de las camas y sobre las tumbas,
millones de cruces recuerdan la muerte del Crucificado.

César ha dado, en sus tiempos, más ruido que Jesús,
y Platón enseñaba más ciencias que Cristo.
Todavía se habla del primero y del segundo;
pero ¿quién se acalora por César o contra César?
 Y ¿dónde están hoy los platonistas o los antiplatonistas?
Cristo, por el contrario, está siempre vivo entre nosotros.
Hay todavía quien le ama y quien le odia.
Hay una pasión por la Pasión de Cristo y otra por su destrucción.
Y el encarnizamiento de tantos contra Él dice que no está todavía muerto.
Los mismos que se esfuerzan en negar su existencia y su doctrina
se pasan la vida recordando su nombre”.
Giovanni Papini

Por Juan Carlos Monedero (h)

    Cuando Plutarco Calles levantó triunfante su copa, exclamando que la guerra desatada contra la Iglesia ya llevaba dos mil años, el desdichado no tenía idea de lo importante que serían sus palabras para recordarles a los católicos –cuando ellos lo olvidaran– la sentencia de Job: la vida sobre la tierra no puede ser sino milicia.
    Ayer amenaza, hoy esta frase resulta consoladora para los que observan perplejos cómo los referentes religiosos optan sistemáticamente por la omisión de toda hipótesis de conflicto cuando las cuestiones religiosas y las públicas comienzan a rozarse, tal como está ocurriendo a propósito del debate en torno a los símbolos religiosos en los espacios públicos, concretamente en torno al Crucifijo. Tanto la frase de Calles como las palabras de Voltaire –que pronosticó la muerte de la Iglesia– desempolvan en el momento actual viejas verdades, que de tan olvidadas que estaban parecen nuevas.
    El odio al crucifijo nos recuerda la guerra al Crucificado.
 

*    *    *

Los mencionados proyectos provenientes de Europa han sido objeto de distintas declaraciones; también en nuestro país algunas figuras se pronunciaron. No es sorpresa observar –en uno y en otro territorio– a las fuerzas socialistas, socialdemócratas y liberales unidas en pos de un mismo objetivo: la erradicación del crucifijo. La misma liga de ateos racionalistas del viejo continente impulsa esta medida. Si todas estas fuerzas combaten al catolicismo, éste a su turno condenó sus principios, ideología, praxis, sus innumerables crímenes, sus bajezas conocidas, su moral acomodaticia, su ambición desordenada.
El proyecto abreva en el espíritu laicista: la pretensión moderna de separar (no sólo distinguir) lo sobrenatural de la naturaleza, relegando lo primero al ámbito privado y subjetivo, mientras que lo segundo sería el ámbito de las cosas como son, independiente de las “respetables” pero, al fin de cuentas, íntimas creencias. Así definida, la religión –siempre y cuando se guarde de trascender esas fronteras– no sería criticable.
Pero los crucifijos están en zonas públicas. De esta suerte, el laicismo –luego de pretender destronar a Cristo como Rey de las sociedades– busca eliminar los vestigios de un Orden Social que fue cristiano. Si este proceso pasó, entre otros momentos, por la supresión los nombres cristianos tales como María, Bautista, José, Trinidad, Isabel, Magdalena (como lo admitieron anarquistas y comunistas), hoy el movimiento de “desmitificación” de la realidad encuentra nuevos adversarios.
Quienes profesan las ideologías mencionadas se atribuyen de este modo esa autoridad para “fiscalizar la realidad”, criticando sobre lo criticado y objetando todo aquello que remita a una “realidad problemática”, cuya existencia se permiten dudar o negar. La humanidad habría sido víctima fatal de las alienaciones religiosas, de superestructuras de dominación ancladas en la fe; pero esta esclavizante superstición –por suerte– encontraría su freno gracias a ese quitar la máscara, propio de esta directiva laicista. De ahí que todos los signos que remitan a lo religioso, que religuen con lo Absoluto, sean vistos como una amenaza.
    Corrijamos: no sólo son vistos.
    Lo son, realmente.
    Son una amenaza para los que pretenden silenciar el Nombre del Salvador; son un índice admonitor que señala inequívocamente una culpa; son testimonio de una Ciudad Católica que adoptó la fe no por casualidad sino por convicción. Cada signo, cada palabra, cada nombre cristiano, cada crucifijo, es un rugido de la memoria. Un testigo insobornable.
Podemos comparar este nerviosismo ante los crucifijos con la actitud de quien pretende borrar las huellas de su propio crimen. Así como el asesino suele volver a la escena del crimen para eliminar cualquier indicio, pista, señal que pudiese denotar su presencia y acción, los que han eliminado a Dios de la conciencia –o quieren creer haberlo hecho– necesitan ahondar este deicidio. A tal fin, borran todo vestigio, toda huella, toda sugerencia que pudiera mover a cualquiera a pensar en Aquél, más íntimo a nosotros que nosotros mismos.
    Nos dimos cuenta de lo que significa el crucifijo cuando lo pretendieron quitar.

*    *    *
 
Este error del laicismo y sus secuaces conserva, a pesar de todo, su propia lógica: un estado laico –neutro en materia religiosa, escéptico o deísta respecto a la existencia de Dios; en la práctica ateo, ciertamente– no puede tolerar los símbolos religiosos. Son contradictorios con su esencia. Y por ello tiene lugar aquí la intolerancia laicista. Y al señalarla no estamos –como quizá alguno pudiera pensar– pronunciado una descalificación. Porque esta intolerancia es un efecto inevitable de haber percibido dos contradictorios: el relativismo –camaleónico por definición– y la cosmovisión católica, defensora de lo inalterable.
Esta intolerancia es consecuencia de la percepción de una suprema evidencia: entre el símbolo del Dios que no cambia, por un lado, y la Ciudad Plural, Democrática, Escéptica y Relativista contemporánea, por otro, no puede haber convivencia posible.
    Que no nos duela decirlo: tienen razón. Cristo no puede coexistir con la filosofía del cambio por el cambio, propia de la polis contemporánea. He aquí una premisa inicial –y compartida con nuestros adversarios– pero cuya conclusión no debiera llevarnos a retirar el crucifijo, sino a mandar directamente al retrete esa mentalidad relativista y su ordenamiento político.
Debido a esta irreductibilidad en el origen, a esta incompatibilidad inicial y radical, resultan endebles ciertas reacciones ante este proyecto, puesto que siguen discutiendo dentro de un margen signado por la misma mentalidad a la que supuestamente deberían enfrentarse. La Comisión Permanente del Episcopado español emitió una Declaración sobre la exposición de símbolos religiosos cristianos en Europa , en la cual afirma:

“la presencia de símbolos religiosos cristianos en los ámbitos públicos, en particular la presencia de la cruz, refleja el sentimiento religioso de los cristianos de todas las confesiones…”.

Son varias las observaciones que podrían hacerse. Leemos que el crucifijo –entre otros símbolos– tiene que coronar lo público debido a motivos sentimentales, subjetivos. No se dice, ciertamente, porque haya un derecho real de Cristo a encabezar la sociedad, en tanto Rey de las naciones. ¿A qué cosmovisión obedece tal afirmación? Ciertamente, a la relativista. Ahora bien, ¿no cabe acaso una réplica? ¿Por qué no aceptar entonces la posibilidad que los laicistas quieran eliminar el crucifijo también por alegadas cuestiones sentimentales? ¿Habría forma alguna de medir qué sentimiento prima sobre otro? Por lo demás, la frase desliza la igualación de los cristianos no católicos con los católicos, olvidando que el protestantismo tuvo su origen histórico en un pecado contra la fe, llamado herejía.
    El crucifijo no es –como continúa diciendo la declaración– “expresión de una tradición a la que todos reconocen un gran valor y un gran papel catalizador en el diálogo entre personas de buena voluntad”. Su carácter simbólico excede y trasciende una cuestión sociológica, para enmarcarse en un significado propiamente religioso. Simboliza al Redentor del hombre, que convirtió al madero de tormento en madero de salvación. La Cruz simboliza la oposición inflexible entre Dios y el mundo que lo ha crucificado. Por eso la maldice el judío retratado por José María Pemán:

“Maldita porque el cruce de tus rayas
es el punto sin forma: pura idea
sin carne, ni materia, ni medida;
centella del espíritu
que se me escurre, como un pez, por entre
mis dedos temblorosos de poder”.

Por eso, ni todos le reconocen un gran valor, ni ha tenido el papel de catalizador en el diálogo: no es el instrumento bonachón que permite a dos buenazos tomar juntos un café y discutir algunas ideas sin matarse. Como lo ha profetizado Simeón, Cristo –que luego del Viernes Santo ya es indivisible de la Cruz– es signo de contradicción. Por eso se permitió decir:

“Yo no he venido a traer la paz, sino la espada”.

La declaración continúa alegando que los símbolos religiosos que se pretende retirar han sido la fuente de la ética y del derecho, “fecundas en el reconocimiento, la promoción y la tutela de la dignidad de la persona”.
Curiosamente, este argumento se esgrime frente a liberales, socialdemócratas y socialistas, los cuales sólo ven en el hombre una pasión inútil, o en otros casos lo reducen a un bípedo que ingiere hidratos de carbono, cuando no lo consideran un puro animal capaz de realizar cálculos racionales o incluso el resultado azaroso de una evolución seleccionada sin seleccionador. Entonces, cuando pronunciamos la palabra persona, ¿pensamos en las mismas cosas? ¿Basta la unidad de la palabra para que estemos hablando de la misma realidad? Lamentablemente no. Pero entonces, ¿de qué sirve promover la dignidad de la persona si lo que se promueve no es lo mismo?

*    *    *
   
    ¿Cuál es el significado de la embestida laicista contra el crucifijo? Creemos que la clave se halla aquí: el laicismo no quiere quitar el crucifijo porque no haya sido esencial “en la cultura y tradición europea”, ni porque no promueva “el altruismo y la generosidad”, ni porque violente la “libertad religiosa” de otros.
No, no, no. Aquí los laicistas tienen razón. Interesa quitar el crucifijo no a pesar de lo que significa, sino por todo lo que significa.
No les interesa como expresión folklórica o anecdótica de una respetable pero perimida cultura cristiana; les interesa en cuanto puede suscitar en el siglo XXI las gestas del XI, cuando los hombres guerreaban por las más altas causas y no –como hoy– por el petróleo en Medio Oriente. Importa el crucifijo en tanto reflejo de la consigna constantina: In hoc signo vinces. La imitación de tales ejemplos, hoy día, sería objeto de nerviosismo. Imaginemos una presencia que proclama objetividad en un mundo signado por el subjetivismo, una convicción férrea en un mundo donde todo se negocia, un lenguaje claro e inequívoco en un espacio donde éste servía únicamente para construir “efectos de verdad”, unido indisolublemente al consenso.
Habría motivos para preocuparse.
Aclarémoslo una vez más: no les interesan los “sentimientos” que subjetiva, parcial y relativamente pueda causar el crucifijo. Importa en tanto vehículo y emisario de realidades, no de interpretaciones. No su valor subjetivo, sino su potencia objetiva. Los acosa su carácter testimonial, porque las palabras que el crucificado pronunció le valieron la muerte tanto a Él como a los millones de mártires que desde hace 2000 años las vienen repitiendo.
A los escépticos, relativistas y democráticos –entonces– les inquieta la presencia de un símbolo que remita a una Verdad inflexible, la cual ni todas las lucubraciones ideológicas podrán tumbar. No les quita el sueño una solidaridad mundana sino una caridad sobrenatural, llena de ardor, celo y santa cólera. Una caridad que ve en el crucifijo el símbolo de lo inalterable.
Les aterra el testimonio de lo que no muta en un mundo que cambia constantemente. Por eso quieren quitar el crucifijo.

“Maldita tú la Cruz porque tú tienes
la esbeltez de los álamos junto a la paz del río
en el amanecer.

Maldita tú porque eres
recta y sin curva como la Verdad”.

No los entienden ni los pueden entender a los laicistas quienes pretendiendo contradecirlos, incurren en contradicción. Porque el planteo contrario al crucifijo es lógico: monstruosamente lógico. No hay diferencia entre conceder el principio del Estado Laico, negando sus consecuencias, a enfrentar un tiburón con una pistola de agua: todo lo que podamos decir cae dentro de sus postulados en calidad de consecuencia derivada. Lo más que podremos hacer es demorar el mal. Pero dentro del esquema laicista no es un mal –sólo fuera de él lo es– sino una posibilidad lógica en concordancia con la premisa inicial.
¿Por qué es malo algo incluido en un principio que libremente acepto? Si la consecuencia no deseada está ligada al principio, ¿por qué no niego el principio? Pero si consiento el principio laicista, ¿por qué es mala la conclusión que se deriva lógicamente de él?

*    *    *

Para oponerse a esta embestida laicista contra el crucifijo, es necesario comprenderla. Todo esto se trata de la Revolución Permanente. Como han explicado autores como Chesterton, Hello, Pascal –entre otros– presenciamos la locura del hombre abandonado a la sola razón, divorciado a priori de la fe, que naufraga en el mundo como nadando con un solo brazo. Asistimos a la desvergonzada demencia del que ha hecho de la crítica su ídolo, rindiéndole adoración e hincando su rodilla.
Para este tipo de hombre, el objeto de conocimiento no importa tanto como su certeza. Por eso exige que todo dato –antes de ser admitido– pase por su aduana fiscalizadora criticista. Anhela que toda verdad se prosterne ante su ambición de juzgarlo todo. Demanda que las cosas sean deglutidas por esa razón golosa que, víctima de la sofística, reclama que absolutamente todo sea probado antes de ser aceptado.

“Por una demencia inconcebible y por una aberración inexplicable, el hombre, hechura de Dios, cita ante su tribunal al mismo Dios, que le da el tribunal en que se asienta, la razón con que le ha de juzgar y hasta la voz con que le llama”.

La actitud de estos hombres es la de juzgar la verdad con su razón, en lugar de someter dócilmente su razón a la verdad. Su único modelo de racionalidad se halla reducido a técnica y praxis, refractarias de la sana filosofía y de la verdadera fe, incapaz de dirigirse a ellas sin sospechas –ya en su faz marxista, ya en su faz psicoanalítica y siempre en su faz sicótica. Una razón que ha construido en su solitaria factoría un discurso que vive de volver odiosas todas las cosas buenas. Esta razón adulterada no puede sino pronunciar sucias palabras respecto de Dios:

“Y las blasfemias llaman a otras blasfemias, como el abismo a otro abismo; la blasfemia que le emplaza va a parar a la blasfemia que le condena o a la blasfemia que le absuelve. Absuélvale o condénele, el hombre que en vez de adorarle le juzga, es blasfemo” .

El laicismo acaba siendo una ideología de víctimas y victimarios destinados al manicomio: padecen la asfixia del que se niega por principio a la acción santificadora de lo sobrenatural, del que se cierra a la sola posibilidad de la gracia, del que se amputa el oído, principio de la fe; del que castra su deseo inagotable de lo Absoluto.
Pero quitado lo sobrenatural –al decir de Chesterton– la naturaleza misma queda también herida, tambaleante. Por eso vemos que los hijos de aquellos que empezaron negando la Revelación en pro de “la racionalidad”, hoy descienden vertiginosamente hacia tesis cada vez más irracionales. Por eso deifican ese derecho egoísta, infértil, estéril y narcisista a la duda y a la crítica de todo.
Hay en ellos como una oscura e irracional fe en la nada. Encontrarían la salud si aceptaran, humildemente, que ni todo puede ser probado, ni hay necesidad de ello: “es imposible comprobarlo todo”, dice Aristóteles desde las páginas de la Metafísica, puesto que para ello sería necesario caminar hacia el infinito. Aquella pretensión es fruto del orgullo. Que “hay” una verdad es evidente: negándola, la afirmamos. Pero esta afirmación no debe ser juzgada, sino que debe convertirse en la base, el cimiento, para poder juzgar:

“La inteligencia, como presencia de la verdad en la mente, está siempre en la verdad; mi mente y toda mente humana, en este sentido, es como una libre prisionera de la verdad. Aunque quisiera deshacerse de ella, llevada por un odio a la verdad, no podría hacerlo: la verdad habita en nosotros y al hacerlo está en su propia casa” .

Por eso concluye Sciacca:

“Es evidente que no hay juicio con el que pueda destruirse la verdad: ¡aún queriéndolo, no podría destruirse la verdad del juicio con el que se pretendiera destruirla! No puedo destruir mi mente (no puedo anular en mí al hombre profundo), aún cuando puedo destruir mi razón: no destruyen el profundo espíritu ni la locura, ni la demencia, ni la violencia desatada de las pasiones, aún cuando sacudan o anonaden mi razón. Mi yo profundo, perenne, inmortal –como la verdad, perenne, eterna– no es el yo racional propiamente dicho, sino el yo inteligente, que está más allá de la razón y por lo mismo más allá de la ciencia, de la locura y de la muerte” .

No es la batalla entre la razón y la fe, entre la racionalidad y la religión. Es la batalla entre dos modos distintos de confiar: los que apuestan a la nada y los que apuestan a la verdad. Por eso dice el precitado Donoso Cortés: “el hombre vive siempre sujeto a la fe… cuando parece que deja la fe por su propia razón, no hace más sino dejar la fe de lo que es divinamente misterioso por la fe de lo que es misteriosamente absurdo” .
¿Acaso no asistimos a esta borrachera de lo absurdo, de lo irracional? ¿Derechos de los animales? ¿Maestros que no enseñan? ¿Alumnos que no aprenden? ¿Cultura de lo feo, de la náusea, de lo marginal? ¿Matrimonio entre dos varones? ¿Derecho al filicidio? ¿Varones que quieren ser mujeres? ¿Mujeres que quieren ser varones? ¿Delincuentes sin castigos? ¿Fuerzas del orden que no ponen orden? ¿Padres que no quieren tener hijos? ¿Sacerdotes que desean tenerlos? ¿Dónde está lo ridículo, lo disparatado? ¡Qué proféticas resultan las palabras de Chesterton!:

“en la acción de destruir la idea de la autoridad divina, hemos destruido sobradamente la idea de esa autoridad humana… Con un rudo y sostenido tiroteo, hemos querido quitar la mitra al hombre pontificio, y junto con la mitra le arrebatamos la cabeza” .

*    *    *
 
    Coinciden los demonólogos en señalar como indicio probable de infestación demoníaca la aversión a lo sagrado, sobre todo al crucifijo.
    En un mundo que se ha enfriado para todo, el repentino e imprevisto odio hacia el símbolo de la Cruz señala una tremenda potencia que anida en el corazón del hombre, por más anestesiada de bienestar que se la suponga: el odio. Y ese odio es un timbre de alerta para los que reconocemos en el crucifijo la salvación del mundo. El odio a Cristo nos recuerda la guerra contra Cristo. Y la guerra contra Él nos recuerda la guerra por Él. Si la civilización actual se encuentra bajo los signos de la posesión demoníaca, mal puede expulsarse al Adversario que ha tomado posesión de ella en nombre de tradiciones históricas y culturales, mayorías accidentales, tratados internacionales u otros débiles argumentos. Únicamente en Nombre de Dios es posible exorcizar a los demonios.

martes, 23 de noviembre de 2010

Feliz cumpleaños, Don Blas

PALABRA DE BLAS PIÑAR
              
Yo no soy ni historiador, ni periodista ni profeta, pero sí soy un español que tiene conciencia de serlo, que no se ha refugiado de un modo egoísta en su propia celda, y que tampoco, desilusionado por la aparente esterilidad del combate ideológico, abandona la trinchera y se retira, amargado y entristecido, para adormecerse en su hogar.
                   
Por ello, aunque no soy ni historiador, ni periodista, ni profeta, voy a deciros de qué modo el pasado me alecciona, el presente me conturba y el futuro me inquieta.  Naturalmente que me refiero al pasado próximo de España, al presente que nos circunda y en el que estamos inmersos, y al futuro lleno de interrogantes, de oscuridad y de graves e inminentes peligros.
                  
El pasado próximo me alecciona al enseñarme que ha sido necesario el sacrificio de una generación heroica y martirial para que nuestra España, sumida en el caos, no desapareciera como sujeto histórico colectivo.
                 
En ese pasado próximo hay dos arquetipos excepcionales que no olvidaremos nunca.  Me refiero a José Antonio Primo de Rivera y a Francisco Franco Bahamonde, el Caudillo de la última Cruzada.
                      
Si el primero nos ha dejado una doctrina y el ejemplo de su muerte, el segundo ha reconciliado a los españoles, reconstruyó España, e hizo posible que —a impulso de su continuidad histórica— fortaleciera su unidad, recobrase su grandeza y fuese, repudiando toda clase de servilismo, verdaderamente libre.
                          
Ya sé que hoy, con la palabra o con la pluma, servidores y mandatarios bien conocidos y súbditos del reino de la mentira, pretenden, de un modo especial, ofender, mancillándola, la figura de Francisco Franco.
                    
Por eso, a la vera del Palacio desde el que tantas veces nos habló y tuvimos la dicha de oírle, yo, argumentando en contra de quienes calumniándole le insultan, proclamo con la máxima energía que Francisco Franco, católico practicante fue, en frase de Pío XII, de todos los jefes de Estado el más querido de la Iglesia; que, como militar, fue el centinela de Occidente y la espada más limpia de Europa; y que, como gobernante, hizo de España, modernizándola, en el mejor sentido, la novena potencia industrial del mundo, haciendo también real y palpable que entre nosotros no hubiera ni una familia sin hogar, ni un hogar sin lumbre, ni un español sin pan.
            
Si ésta es la lección del pasado próximo, veamos ahora, sin obcecación y como testigos del momento, las secuencias sobre el presente de la película que visionamos.  Estas son las imágenes: descristianización de nuestro pueblo, que llevado de un ímpetu suicida ha ingresado en “la cultura de la muerte”, con los cuatro millones cien mil abortos de que nos habla el libro “España social”; la ruptura por el divorcio de uno de cada cuatro matrimonios, la creciente equiparación al matrimonio legítimo de las convivencias maritales de hecho y de las parejas de homosexuales, incluso en los cuarteles de la Guardia Civil; la siembra de inmoralidad a través de los medios informativos; los crímenes pasionales y la inseguridad ciudadana —solo semejante a la de Chicago cuando la Ley Seca—, y la impunidad de las blasfemias con que se atreve a anunciarse, por ejemplo, una exposición en Barcelona.
             
Si esto es así —y nadie podrá negarlo— añadimos ahora que la unidad de España corre peligro inminente.  El desafío independentista del gobierno Ibarretxe, la propuesta de un Estado catalán soberano, y la debilidad tanto del Gobierno como de la oposición, nos obligan a presumir y temer que la amputación de España, que ya era potencial en un Estado de autonomías políticas, pueda estar próxima, y que esta amputación, que puede comenzar por la de las provincias vascongadas, sea un estímulo para el troceamiento y desgarramiento de la nación española.
             
Nosotros —lo hemos repetido infinidad de veces—, no queremos regresar al pasado, pero no renegamos del pasado; y no renegamos por dos razones.  La primera, porque la memoria histórica, es decir, la experiencia del pasado nos sirve de guía para no cometer errores y para corregirlos, pero también para detectar los aciertos y completar y perfeccionar la obra; y la segunda, porque, en la intimidad más entrañable de una estructura política pueden descubrirse unos Principios que la rebasan, que no se circunscriben a una época, sino que, aun cuando ésta cambie y se manifieste con perfiles distintos, permanecen y han de ser proclamados y definidos como fecundos manantiales de una sociedad próspera y de un Estado eficaz.
                
Como cristianos, en este domingo, fiesta de Cristo, Rey del Universo, vamos a gritar ¡Viva Cristo Rey! y, como españoles, que amamos a España y para España queremos lo mejor, ¡Arriba España!
               
(Fragmento del discurso que Blas Piñar pronunciara el 20 de noviembre de 2003)
               

sábado, 20 de noviembre de 2010

In memoriam: Francisco Franco


FRANQUISTAS, FRANCÓFOBOS Y FRANCÓFILOS
                
Francisco Franco Bahamonde, Caudillo de España y Generalísimo de sus Ejércitos —a perpetuidad, y según Real Decreto—, murió el día 20 de noviembre de 1975 y éste, desgraciadamente, es un hecho indiscutible e irreversible. Pero contemplando el panorama político, social y religioso de España, tomando el arrítmico pulso popular y escuchando la espontánea opinión callejera, por fuerza hay que preguntarse: ¿Cuánto tiempo hace que murió Franco? ¿Diez años, diez siglos, diez meses, diez días o diez horas?
              
Franco, en vida, bipolarizó sentimientos: con su muerte los tridimensionó. Por eso no puede extrañarnos que para muchas personas —españolas o extranjeras— ni tan siquiera haya muerto y en este apartado se incluyen dos bandos perfectamente definidos: Aquéllos para quienes la supervivencia espiritual del gran hombre está muy por encima de la muerte física y aquellos otros que dejan de creer en la muerte espiritual del mismo hombre cuando ésta no conlleva la pervivencia material de sus ambiciones. Es decir: que Franco, con su muerte, establece una corriente continua de opiniones y sentimientos, un polo positivo y un polo negativo que lo mantienen vivo en los extremos del amor y del odio. Pero, sin duda alguna, entre ambos extremos existe una parcela intermedia y muy importante: un terreno de nadie por ser de muchos, en el que se ha ido sembrando la duda, la incertidumbre y el miedo a lo por venir, la nostalgia y la querencia por lo que se fue y, naturalmente, la semilla ha hecho explosión para que florezca con toda pujanza esa pregunta tan difícilmente contestable: ¿Cuánto tiempo hace que murió Franco?
              
Comunistas, separatistas, ciertos republicanos y algún otro socialista opinan que Franco no ha muerto porque, según ellos, todo está igual. La forma de Estado no es otra que la que implantó Franco —con “pequeñas” variantes— y la persona que ostenta la Jefatura de ese Estado no es otra que la que Franco entronizó. La política seguida —siempre según ellos— continúa siendo imperialista-capitalista, ya que persisten el latifundio, la banca privada, el veto al independentismo, la convivencia con la Iglesia —aunque con una Iglesia distinta y distante—, y la concomitancia de los antes descorbatados con una aristocracia ricachona y desvergonzada que no solamente no ha claudicado ante el choque con la fuerza “proletaria”, sino que ha sabido frenarla con sus exquisiteces y ha conseguido aristocratizar a la plebeyez socialista, si por aristocratizar se entiende enseñarles a comer caviar y langostinos y hacer posible que marquesas y políticos intercambien amores y negocios; imprescindibles los segundos para otorgar los primeros. Para los que así opinan, el Caudillo no ha muerto. La lucecita de El Pardo sigue encendida y el motorista de Franco en pleno ejercicio.
                   
Aquellos que no han cerrado los ojos y han visto desaparecer de España el orden, la autoridad, el bienestar, el respeto y el derecho sacrosanto a la vida, el orgullo de ser español, la veneración por la vejez, la solicitud por la infancia y el amor por la familia no solamente están seguros de que Franco ha muerto, sino de que murió mucho antes de 1975 porque en tan poco tiempo es imposible que una nación como España haya podido caer en este pozo de inmundicias.
                 
Los padres de familia que perdieron sus puestos de trabajo hace años; los jóvenes que no consiguieron encontrarlo en ese mismo tiempo; los que cayeron en la miseria más absoluta; los que sobreviven con el denigrante producto de la recogida de cartones y de botellas vacías en las frías madrugadas, de la vergonzante limosna o del obligado hurto; los que rebuscan en las bolsas de basura para llevarles a sus hijos un mendrugo de pan o un muslo de pollo a medio consumir ¿cómo contarán el tiempo transcurrido desde que murió Franco? El hambre, el frío, las enfermedades y la impotencia, la pobreza en suma, son como un reloj que camina con manecillas de plomo. Los minutos se convierten en horas, las horas en días, los días en años y los años en siglos. Por eso la España obrera se ha vuelto vieja. Porque hace siglos que le quitaron la dignidad, la ilusión y el bienestar.
                
Para los que llegaron al poder de forma precipitada aunque convenida; para los que se mantuvieron en él o se acomodaron junto a él para seguir medrando, Franco murió hace diez días, quizá diez horas o tal vez diez minutos, porque su ambición y desvergüenza no pueden admitir que en tan largo tiempo se hayan podido rapiñar tantos bienes. La riqueza, el poder, los amoríos, las francachelas y el disfrute adquirido por las trapisondas de unos y la memez de los demás, y no por el talento propio, al contrario que la pobreza es un reloj enloquecido que gira y gira a velocidad vertiginosa y cuyo “Cucú”, en vez de cantar las horas, grita con desesperación: ¡Que se acaba! ¡Que se acaba…! Para estos nuevos ricos de la política, para estos depredadores de la riqueza nacional, Franco, como mucho, va todavía camino de “La Paz”.
              
Aparte de estos grupos, que por una u otra causa están sumergidos en el túnel del tiempo, existimos otros cuantos españoles, quizá no muchos, que tenemos clara conciencia del tiempo transcurrido desde la muerte de Franco, de todo lo acaecido antes y después de su muerte y me atrevo a asegurar que casi, casi, sabemos lo que puede ocurrir a partir de ahora. Y no es que seamos más listos o estemos acorazados para el desencanto o la nostalgia, es, sencillamente, que por nuestra profesión nos hemos convertido en cronistas de nuestro tiempo, en estudiosos de sus avatares y no podemos caer en la tentación de las fantasías. Eso sí: llegado el 20 de noviembre conmemoramos con respeto y gratitud los aniversarios de su muerte y nos unimos a todos los españoles de bien que con alegría y sin nostalgias quieren demostrar que treinta y cinco años son muy pocos para olvidarse de un hombre que, por historial, tendrán que recordar, cada vez más, las generaciones venideras. Unas generaciones que recordarán y admirarán a Franco desde la distancia y que, por lo mismo, ya no podrán ser tachadas de “franquistas”.
                
A mí me hace mucha gracia este calificativo porque, hasta ahora, todavía no he visto ni un “franquista” en las manifestaciones de homenaje a Franco. Trataré de aclarar lo que parece una incongruencia. Yo, que asisto a todas las conmemoraciones y homenajes, desde mi más tierna infancia he sido francófilo, o lo que es lo mismo, admirador ferviente de la figura de Franco, que equidista mucho de ser “franquista”. Para que nos entendamos mejor pasaremos al empleo de los ejemplos: Un taxista es aquel que vive del taxi; un futbolista el que vive del fútbol; un pianista aquel que vive del piano; un economista aquel que vive con Isabel Preysler y así, sucesivamente, todo el que vive de la utilización de un medio o de un oficio. Ni yo, ni nadie de los que acudimos a lasa conmemoraciones hemos vivido del “franquismo”, aunque hemos vivido en él y muy a gusto, por cierto. Por tanto, “franquistas” son sólo aquellos que del “franquismo” vivieron: caso Suárez, Fraga, Rosón, Calvo Bustelo, Martín Villa, Areilza, Garrigues, Fernández Ordóñez, Barrionuevo, Ruiz-Giménez, los Arias Salgado y una lista interminable que todos conocemos. De “franquistas” deben ser tachados Buero Vallejo, Marsillac, Francisco Rabal, Conchita Velasco, las Gutiérrez Caba, Conchita Montes y cuantos escritores y artistas fueron contratados y galardonados en los Teatros Nacionales del “franquismo” y que, por tanto, del “franquismo” vivieron.
            
Para definirnos a todos correctamente hay que emplear los tres calificativos pertinentes:
          
Franquista: los que vivieron del franquismo.
            
Francófobos: los que odiaron y siguen odiando a Franco.
           
Francófilos: los que admiramos y respetamos la figura y la memoria de Franco.
           
Yo, que nunca pedí nada en vida de Franco; yo, que nunca pasé factura por los servicios prestados; yo, que, viviendo el Caudillo, fui tan modesto que solamente me atreví a pedirle una fotografía dedicada, ahora que está muerto, que lleva treinta y cinco años muerto, voy a ser egoísta y le voy a pedir algo muy importante:
          
Mi General: ruega por nosotros, que falta nos hace.
            
Eloy Herrera Santos
               

viernes, 19 de noviembre de 2010

20 - N

MEMORIA HISTÓRICA 
        
¿Quién ha osado decir que ellos han muerto?
Ambos son la memoria y la bandera,
y en la Plaza de Oriente aún los espera
el amor de todo un pueblo despierto.
           
Hoy Franco y José Antonio, a cielo abierto,
nos convocan a un alba cuartelera
para gestar la nueva primavera
que borre al invierno y al desierto.
            
Mientras haya memoria de su ejemplo
no morirán quienes han sido templo
de la lucha de Dios contra Satán.
         
Miremos hacia arriba, a los luceros,
donde allí están, eternos compañeros,
¡presentes, para siempre, en nuestro afán!
         
Rafael García de la Sierra
          

In memoriam: José Antonio


¡NOS HA LEGADO A SÍ MISMO!

Se cumple un nuevo aniversario del fusilamiento de José Antonio en Alicante. Un 20 de noviembre de 1936, treinta y nueve años antes de que muriera Francisco Franco, moría víctima de aquellos que quieren segar el aviso y la conciencia.
      
Mas, pese al tiempo transcurrido, la voz de José Antonio sigue resonando en los ecos de la Política (con mayúscula). Y hoy, más que ayer si cabe, la figura de ese joven iluminado —no iluminista, ni alumbrado en el sentido usual de desviacionismo religioso— se yergue como un titán del siglo XX. Lástima que los jóvenes todos no relean sus textos. Lástima que no hayan aprendido muchos del sacrificio de su vida y de aquellas hermosas frases suyas del testamento…
     
¿No tienen vigencia expresiones como ésta?: “Las naciones no son contratos, rescindibles por la voluntad de quienes los otorgan: son fundaciones, con sustantividad propia, no dependientes de la voluntad de muchos ni pocos”.
      
Esas afirmaciones de hondura intelectual y veracidad política e histórica tienen hoy vigencia. Quizá más que nunca. José Antonio intuyó esos valores y trató de encauzarlos en una doctrina que sirvió, tras el Alzamiento del 18 de Julio de 1936, para nutrir el Nuevo Estado de Franco, el Movimiento Nacional, hoy tan denostado como imprendido por unos y otros. Se ha dicho que Franco nutrió su régimen con la doctrina de Vázquez de Mella y otros pensadores del tradicionalismo español (Víctor Pradera, Ramiro de Maeztu, Donoso Cortés, etcétera) y hay una parte de razón, porque muchos de ellos se vinculaban e identificaban con el idealismo de José Antonio; pero, socialmente, la médula moderna está en el Fundador, y de ahí se alimentó toda la ideología del Movimiento antes del inevitable desgaste, acoso y torpedeamiento de los años 60.
    
Más todavía. El ideario joseantoniano, porque el hombre o el profeta se impuso incluso al partido fundado con otros dos grandes hombres españoles, como fueron Onésimo Redondo y Ramiro Ledesma Ramos, permanece, revive en nuestros días. No ya por ser intemporal o permanente, sino porque las circunstancias han vuelto a actualizarlo, al darse los mismos condicionamientos político-sociales con este neoliberalismo y socialdemocracia dominantes.
      
Y no sólo en España. La figura de José Antonio, aunque se la quiera borrar más con el silencio que con la desfiguración o la invectiva, se proyecta en todo el mundo. Si hubiera medios de comunicación que se opusieran a esas internacionales liberales e izquierdistas que los dominan, la luz del Fundador irradiaría esperanza a un mundo donde han vuelto las ideas caducas y los viejos resabios y emplastos políticos, como un reactivo contra ellos.
     
Arnaud Imatz, en un documentadísimo y exhaustivo estudio (“José Antonio et la Phalange Espagnole”, Albatros, París, 1981) concluye su obra con estas palabras: “Además, para todos aquellos que rehúyen ver o admitir la grandeza de su alma, y piden todavía y siempre «pero ¿qué ha legado verdaderamente José Antonio?», nosotros no dejaremos de repetir las palabras de Unamuno: «El nos ha legado a sí mismo, ¡y un hombre, un hombre vivo y eterno, vale por todas las teorías y filosofías!»”
   
(Editorial de “Fuerza Nueva” nº 925, año XX, del 8 al 22 de noviembre de 1986)