domingo, 1 de enero de 2012

Meditaciones piadosas

AÑO NUEVO
  
  
La liturgia no celebra expresamente el comienzo del Año Nuevo civil. Sin embargo, nosotros no podemos pasarlo por alto. Al contrario, debemos ponderar con toda atención su gran importancia moral. Debemos meditar seriamente en el programa que para él nos proporciona la Iglesia. Es un doble programa: positivo y negativo.
  
“Renunciemos a la impiedad y a los placeres mundanos y vivamos sobria, justa y piadosamente”. He aquí la enseñanza y el ejemplo que nos proporciona el Redentor. Con su venida en carne mortal nos enseña que, ante Dios, sólo una cosa tiene valor: la salvación de nuestra alma inmortal. Nuestro principal esfuerzo, durante el Año Nuevo que comienza, debe encaminarse a la santificación y salvación de nuestra propia alma y de las almas de los demás. Sólo así es como lograremos remediar de algún modo el lamentable abandono de Dios en que han caído los cristianos de nuestro tiempo.
  
La vida contemporánea está tan poco equilibrada, es tan activa, tan positivista, está tan sumergida en lo temporal, que amenaza anegarnos a todos en su materialismo. Corre el peligro de que olvidemos por completo nuestra alma. Lo hombres tienden a convertirse en cifras. La vida se aseglara, se entrega totalmente a las cosas terrenas. La vida espiritual, la vida del alma queda preterida. Por eso, nada tan oportuno como el programa que nos traza la Epístola de hoy: “Renunciemos a la impiedad”. Renunciemos también a los placeres mundanos, que nos disipan, que destruyen nuestra austeridad moral, que nos hacen inútiles para todo esfuerzo serio. De aquí la parte positiva de nuestro programa: “Vivamos sobra, justa y piadosamente”. “Sobriamente”, es decir, con rectitud en nuestros pensamientos, en nuestras intenciones, en nuestros juicios, en nuestras palabras, en nuestros actos. Fundándonos y guiándonos en todo por motivos sobrenaturales. Obrando en todo impulsados únicamente por el inmenso amor que Dios y Cristo nos tienen. “Justamente”, es decir, con la inquebrantable decisión de dar a cada cual —a Dios, al hombre, a sí mismo, al cuerpo y al alma, a la naturaleza y a la gracia— lo que en derecho le corresponda. “Piadosamente”, o sea, presentándonos con la franqueza, con la sencillez y con la ductilidad de un niño ante el sabio, fuerte y omnipotente Dios, ante el Padre celestial, que nos ama divinamente desde el cielo, y que ve en todos nosotros, no a unos esclavos, sino a unos hijos en Cristo; ante el Padre, que, por amor a Cristo, me ama también a mí, se preocupa de mí, me guía, me sana y me santifica con toda la inmensa plenitud de su amor divinamente paternal.

  
“Esperando, con santa confianza, el glorioso advenimiento de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo”. Lo temporal pasa. No es más que un puente para lo estable, para lo permanente. Solamente lo eterno es bastante grande para nosotros. No nos contentamos con menos. Por eso, ahora debemos vivir siempre con la vista fija en aquel definitivo y glorioso día que nos abrirá las puertas de la eternidad, es decir, en el día de la segunda vuelta del Señor. Él volverá en el último día del mundo. Sin embargo, para cada hombre en particular volverá antes: volverá en el día de la muerte de cada cual. Nosotros vivamos siempre con una fe viva en la gloriosa eternidad que nos llegará con el día de nuestra muerte. Vivamos hondamente convencidos de que Cristo volverá otra vez a nosotros, al fin de los tiempos, para reunir definitivamente, con nuestra alma gloriosa, nuestro cuerpo resucitado del sepulcro y transfigurado en claridad. Esperemos confiadamente la victoria final del Señor y de su Iglesia y la de todos los que, como ella, permanecieron fieles a Cristo.
  
Toda nuestra existencia actual debe estar iluminada por esta santa esperanza del retorno del Señor, por la santa esperanza de la vida eterna, de la beatífica Navidad que gozaremos más tarde en la inextinguible luz de Dios. Esta esperanza dará un profundo sentido, un valor imperecedero a nuestro Año Nuevo, a nuestras acciones, a nuestras penas, a nuestros sacrificios, a nuestras alegrías, a nuestros dolores, a nuestros deberes, a nuestros trabajos y a toda nuestra vida.
  
Debemos penetrar en el Nuevo Año de nuestra existencia viviendo alejados de los placeres del mundo y de toda clase de impiedad, practicando una vida sobria, justa y piadosa; entregándonos ciega y totalmente en las manos de nuestro amoroso Padre celestial; estando profundamente convencidos y animados por la firme esperanza de nuestra futura y gloriosa eternidad.
  
Para realizar esta ingente tarea, la sagrada liturgia nos proporciona todos los medios necesarios: nos da al mismo Cristo. “Nos ha nacido un Niño y nos ha sido dado un Hijo. Sobre sus hombros sostiene un imperio”: el imperio del mundo. Cristo, el Señor del universo, ha nacido para nosotros, nos ha sido dado. Es nuestro, por la naturaleza humana que el Hijo de Dios tomó de nosotros. Es nuestro, porque Él mismo se entrega a nosotros en el Santo Sacrificio de la Misa. Se entrega a nosotros como oblación nuestra, pura, santa e inmaculada delante de Dios y, al mismo tiempo, como alimento nuestro. En la sagrada Comunión el Señor se hace posesión, propiedad nuestra. Se entrega a nosotros totalmente. Nos entrega su misma persona junto con sus virtudes, con sus méritos, con su pureza, con su espíritu y con su vida. Viviendo de la Vid Cristo, viviendo como sarmientos suyos, podremos cumplir muy fácilmente nuestro difícil programa. “El que permanezca en Mí y Yo en él, producirá fruto copioso. Sin Mí no podéis hacer nada” (San Juan, 15, 5).
  
Al comenzar el Año Nuevo renovemos el juramento que hicimos el día de nuestro santo Bautismo. Dijimos entonces: “Renuncio al mundo y a sus vanidades. Renuncio a Satanás y al pecado. Creo (me entrego) en Dios Padre, en Dios Hijo y en Dios Espíritu Santo, en comunión con toda la Santa Iglesia de Cristo”.
  
Todo para Dios, todo para Cristo. Todo conforme a su santa voluntad. Apoyémonos solamente en su fuerza. Encaminémoslo todo únicamente a sus intereses, a su mayor honra y gloria.

Señor, ¡tómame y dáteme Tú!
  

Oración
  
Protege, Señor, a los que nos consagramos a tu divino servicio; para que, entregados totalmente a las cosas celestiales, podamos, durante el Nuevo Año, servirte con cuerpo y alma.
“Tuyos son los cielos, y tuya es la tierra. Tú fundaste el universo y todo cuanto en él se encierra” (Ofertorio). Tuyo soy yo también. Tuyo quiero ser en todos los instantes del Nuevo Año. Deposito sobre la patena de la oblación el Nuevo Año, que voy a comenzar, con todos sus trabajos, obligaciones, solicitudes, dolores y sacrificios, y lo uno todo a tu santo sacrificio, para mayor gloria de Dios y provecho de la Santa Iglesia; para la salvación de mi alma y para aumento de gracia y de virtud.
Señor, Tú nos das un Nuevo Año de vida: danos también fuerza y virtud, para que, durante este año, evitemos todo pecado, cumplamos siempre tu santa voluntad con pensamientos, palabras y obras, y te agrademos en todo momento.
Amén.
 

Benito Baur, O.S.B., Archiabad dle Monasterio de Beuron
(Tomado de su libro: “¡Sed Luz!”, traducido del alemán por los Padres Justo Pérez de Urbel y Enrique Díez, O.S.B.)
  

2 comentarios:

Anónimo dijo...

EXCELENTE LIBRO "SED LUZ" sigan publicando. ¡¡Gracias!!

Anónimo dijo...

Si bien la liturgia no lo dice expresamente, el Año Nuevo es un Año Nuevo CRISTIANO, precisamente, pues proviene de un calendario cristiano.
Por ello es importante.
Mariela