martes, 23 de julio de 2013

Testigo de cargo

DEMASIADO SOBRE NADIE
 
Usando el estilo de Aldo Rico uno puede describir el reciente libro de Luis Majul (“Lanata”, Buenos Aires, Margen izquierdo, 2012) como la biografía de un zurdito pusilánime escrita por otro zurdito pusilánime.  Pero quizás sería mejor copiar el estilo de la Presidenta y decir que es “too much about nobody”.
 
Porque veamos: ¿quién es Lanata para merecer cuatrocientas cincuenta páginas de análisis de su vida pública y privada? El autor repite varias veces la suposición de que en la Argentina hubo tres grandes periodistas: Botana, Timerman y Lanata. Pero esta presunción de Majul admite (y reclama) una tonelada de pruebas en contra. En primer lugar la fama de los dos primeros es, sobre todo, la de grandes empresarios  periodísticos, mientras que la de Lanata es de periodista y gracias. En el terreno de la creación de medios nuevos de prensa la historia de Lanata es más bien triste. Su “Página 12” tuvo la duración de un fósforo antes de terminar convertida en el Boletín Oficial de los Kirchner. Para ni hablar de su “Crítica” (la de Lanata) que duró todavía menos.
 
Se podría seguir argumentando mucho más, analizando —por ejemplo— lo que realmente significaron la “Crítica” de Botana y “La Opinión” de Timerman. Pero nos iríamos demasiado lejos. Y no vale la pena, créame.
 
Es mejor destacar la única revelación de importancia que contiene el libro de Majul, a saber el millón de dólares que Gorriarán Merlo prestó a Lanata para fundar “Página 12”. Es cierto que no es, estrictamente hablando, una revelación porque como versión corría ya hace tiempo. Pero ahora está afirmada con certeza y expuesta con detalles, por ejemplo las tres entrevistas de Gorriarán y Lanata, una de ellas en Managua.
 
Yo confieso que a veces se me hace difícil seguir los itinerarios de la mente zurda. Porque en todo el libro Majul y Lanata se presentan como adalides de la ética periodística. Y sin embargo parece que a ninguno de los dos encontró nada criticable en fundar un diario con dinero robado y manchado con sangre inocente. Lanata no se sintió obligado a justificarse o por lo menos a explicarse. Y Majul no sintió que ese hecho era central para juzgar a su biografiado. Por el contrario, lo describe con la frialdad con que detalla las propiedades que adquirió Lanata. Que fueron muchas.
 
Se puede decir bastante más sobre la desmesura en la trayectoria vital de Lanata, sobre sus gustos caros de pibe de Sarandí venido a más, sobre su confesa drogadicción, sus matrimonios plurales, pero volvemos al principio: ¿vale la pena? Aquí tengo que explicar mi opinión anterior y posterior a la lectura de este libro: creo que Lanata es un periodista mediocre, de una incultura monumental (a duras penas terminó su secundario), que brilla por su audacia y porque el periodismo en la Argentina y en el mundo pasa por una etapa de  decadencia. La raza de los Aron y los Revel se ha extinguido sin descendencia y todos los medios gráficos atraviesan graves crisis de rentabilidad… y de credibilidad.
   

FÁBULA DEL TIBURÓN Y EL MINGITORIO

Una de las más fascinantes operaciones humanas es ese conjunto de combinaciones de formas, colores y sonidos al que llamamos arte.  Operación compleja si las hay, tiene en primer lugar una función evidente e indiscutida que es la de expresar. No hay un termómetro más infalible que el arte para saber lo que está sucediendo en una civilización.
 
Admito que más de una vez he negado la calidad de arte a las cosas que hoy pasan por tal y se exhiben en los miles de museos de “arte moderno” que  pululan en las ciudades del mundo entero, incluida esta villa de la Santísima Trinidad y Puerto de Santa María de los Buenos Aires.
 
Y no me desdigo: en sentido propio, no lo son, porque les falta el plus de calidad que pone el artista al transformar con su talento la materialidad en que se apoya  la obra de arte. Por eso, propiamente hablando, es arte un cuadro de Leonardo y no el lienzo que lo sostiene.
 
Por el contrario, si apelamos a la inserción social  de lo que hoy se llaman “eventos”, entonces podemos llamar arte a cualquier cosa que sea receptada como tal e incluida en un edificio con un letrero que diga “museo”. Es el modo sociológico de conocer, basado no en la esencia de las cosas sino en su funcionamiento.
 
Por eso puede llamarse arte —en sentido impropio— a un mingitorio o un tiburón en formol Pero luego viene la reflexión inevitable: ¿Qué está pasando en una sociedad que cobijó a Fra Angélico, a Miguel ángel y a Cezanne para que ahora coloque en el mismo espacio a esos objetos? El enigma se agranda si se recuerda que en ese mismo espacio cultural se llama matrimonio a la convivencia de un hombre y una mujer y también a la de dos hombres o dos mujeres.
 
¿Se aclararía la cuestión si se aceptara que la cristiandad (la impregnación de una cultura por el cristianismo) ha colapsado y la modernidad, que durante diez siglos convivió con la cristiandad, ha quedado sola para resolver los problemas del hombre de hoy? Y que ese hecho decisivo es el que esconde el absurdo nombre de “posmodernidad”. No hay tal “pos” sino todo lo contrario: una hipermodernidad que ocupa todos los espacios culturales y los llena con su vacío.


EL PORNOMASOQUISMO, ÚLTIMO GRITO DE LA MODA

Todas las reflexiones que anteceden vienen a cuento de una noticia que publica “El País”, el diario madrileño, el 2 de enero pasado.  Bajo el título “Arte para mayores de 18 años” nos informa que en Praga, República Checa, se ha inaugurado una exposición de la que se dice que “las imágenes muestran escenas de orgías de sangre y sexo en las que se puede contemplar al detalle el corte de unos genitales masculinos y su posterior recosido con hilo de trama [y] los primeros planos de rostros que expresan tanto dolor como éxtasis se mezclan con fotografías de penes sangrantes vendados y cabezas afeitadas que acaban de recibir un tajo”. Eso sí, los “artistas” organizadores de este evento la tienen clara. Están “empeñados en destruir el arte” y quieren “mostrar su rebelión contra la religión católica y contra la familia convencional”.
 
Con razón un espíritu sensato recomendaba hace poco no preguntar adónde vamos a parar… porque ya estamos allí. Sólo que esta celebración de la pornografía y del masoquismo llega tarde. Todo lo que había que destruir para abrir paso a la modernidad ya está destruido, el sentido común ha volado en pedazos, la imbecilidad se ha adueñado de una porción catastrófica de los hombres, las palabras quieren decir cualquier cosa y en el lugar del arte se ha instalado un monstruo de cien cabezas que corrompe en lugar de sublimar.


OPERACIÓN NIBELUNGOS

El 1° de diciembre del año pasado, informaba “La Nación” el estreno, en el Teatro Colón, de una versión “abreviada” (siete horas de duración) de la tetralogía “El anillo de los Nibelungos”.  Junto a la noticia el desprevenido lector tropezaba con una foto que lo dejaba desorientado, dudando del testimonio de sus ojos y de sus (más bien escasos) conocimientos de historia de la música. ¿Cómo, —se preguntaba— las óperas de Wagner no estaban ambientadas en la Edad Media? ¿Qué tiene que hacer, en ellas un militar argentino,  personaje claramente representado en la foto de marras?
 
Había que leer el largo comentario que acompañaba la noticia y enterarse primero de la ovación que premió, al término del espectáculo, a los cantantes y a la orquesta. “Por el contrario —sigue diciendo el cronista— al aparecer los responsables de la puesta en escena, el público estalló en un abucheo multitudinario y al unísono de toda la sala, altas, palcos y platea, como pocas veces se escuchó en el Colón. Es que fue verdad incuestionable que la puesta estuvo plagada de connotaciones y hechos desagradables: niños maltratados, embarazadas tiradas por el suelo, Wotan vestido  de militar latinoamericano…”
 
Los militares argentinos no pudieron imaginar el nido de víboras que pisaron cuando vencieron a la versión argentina de la guerra revolucionaria. No se dieron cuenta de que enfrentaban nada menos que a la clase dominante, la de los intelectuales. Malos para manejar las armas, son maestros en el uso de la palabra y se han adueñado de todos los mecanismos de su difusión. Los mil resquicios en los que pueden insuflar su veneno son aprovechados con asombrosa eficacia. ¿Qué tendrá que ver la guerra revolucionaria con el anillo de los Nibelungos? ¡Qué más da! Los zurdos responsables de la puesta en escena aprovecharon su espacio para  desprestigiar un poquito más a los militares. La Operación Nibelungos no fue muy brillante —la gente no es tan idiota como el  zurdaje imagina— pero dejó su pica en Flandes. No olvidan, no perdonan y quieren que nadie olvide ni perdone. Lo grave es que tienen  los medios para lograrlo.


AVATARES DEL PROGRESO

En la revista “Noticias” del 5 de enero pasado aparece parte de un diálogo entre Edgar Morin y Francois Hollande, actual presidente socialista de Francia. Morin, conviene recordar, es un pensador muy prestigioso entre la izquierda francesa.
 
En un momento del diálogo, el periodista que lo coordinaba le pregunta a Morin: “¿la izquierda debe aceptar la idea del crecimiento o ha de desconfiar de ella?” Obsérvese que el interrogante se refiere al crecimiento, pero Morin entiende de qué se está hablando y contesta: “Desde Condorcet el progreso se concebía como una ley automática de la historia.  Ese concepto ha muerto […] Ahora se trata de creer en el progreso como una forma nueva, no como un mecanismo inevitable sino como un esfuerzo de la voluntad y de la conciencia […] Frente a la crisis del crecimiento, a los inconvenientes y las catástrofes provocadas por el desarrollo técnico científico y los excesos del consumismo ¿no hay que romper de una vez con el mito  del crecimiento infinito?”
 
Para apreciar la importancia de estas palabras de uno de los grandes popes de la izquierda europea hay que hacer una brevísima historia del mito que Morin menciona.
 
Nacido en el siglo XVIII, la fe en el progreso supone que gracias a  las ciencias y las técnicas el hombre (la humanidad) ha de saberlo todo sobre todo (es decir, sobre la Naturaleza, que es lo único que existe) y ha de dominarlo todo (“dueños y señores” había anticipado Descartes un siglo antes).  Sobre esta base, el progreso sería infinito y nada podría pararlo.
 
Tal certeza alimentó el espíritu de generaciones de europeos hasta la culminación de los últimos años del siglo XIX y principios del XX. Entonces, en 1914 comenzó el nuevo siglo (en sentido histórico) y todo comenzó a derrumbarse.
 
La Primera Guerra abrió de pronto la columna del “debe” al lado de la del “haber” de los progresos técnicos. De las fábricas de autos salieron tanques y los aviones escupieron fuego. Luego vinieron la crisis económica y la Segunda Guerra Mundial con sus bombas atómicas que culminaron el proceso que revela el párrafo de Morin: los avances técnicos y científicos habían dotado a la humanidad de los instrumentos que podían aniquilarla. Todavía faltaba el último clavo del ataúd. Y lo fue la conciencia ambiental, la amenaza  de que el progreso terminara por hacer imposible la supervivencia del hombre sobre la tierra.
 
Entonces la izquierda, la principal gestora del mito del progreso se encontró con su agotamiento definitivo, justo cuando estaba culminando la destrucción  de la cristiandad.


¿Y AHORA?

La que había sido creencia dominante desde el siglo XVIII se encuentra, pues, totalmente desprestigiada. Ya nadie cree que la ciencia y su técnica “salvarán” a la humanidad. Lo digo yo, lo dice Edgar Morin, que sabe muchas más cosas que yo. La prudencia aconseja, en casos como éste, buscar una fe de reemplazo para la que ha fenecido. Pero aquí viene lo curioso.  Los intelectuales orgánicos (como diría Gramsci) han sido —hasta hoy— incapaces de pensar de nuevo el mundo. El gambito que ensaya Morin es el que han adoptado todos ellos. Progreso no, pero progreso sí. Ya no es más una certeza pero ahora es un programa. ¿No advierten que esa no puede ser una salida, que un programa es, por su naturaleza, algo cambiable y cambiante que no alcanza ni de lejos para fundar la vida de una sociedad?
 
En esta intemperie en que hemos quedado, dice la izquierda, pongámonos de acuerdo en lo que vamos a hacer, en lo que vamos a emplear el tiempo vacío. Pero el progreso que era la brasa ardiente en nuestros corazones hoy se ha convertido en un montón de cenizas en nuestras manos. Sigue pendiente la tarea de encontrar una religión sustituta para la que hemos matado. Pero ¿cómo edificarla sin certezas sobre  nuestro  destino en la historia, ya que hemos desechado el sobrenatural?
 
El lector recordará que en el número anterior hemos hablado del sexto intento de sustituir el cristianismo que se desarrolla en nuestros días. Y nuestra afirmación de que se trata de un pot pourri de saldos y retazos, de fragmentos del darwinismo, del marxismo y del psicoanálisis. Como los cinco intentos anteriores, es un mix de confianza en la ciencia y en el hombre lleno de contradicciones y absurdos y del cual lo único “positivo” que dicen es que “es lo que hay”.


LA HEREJÍA FINAL

En “La Nación” del 1° de diciembre del año pasado, en su nueva sección “Sábado”, tropezamos con dos páginas dedicadas nada menos que a “La rebelión de las madres”.
 
¡Vaya! me dije, lo único que nos faltaba: que se forme un sindicato de madres que reclame jornada reducida y control de esfínteres a cargo del Estado.
 
Pero no, no era para tanto. La cosa se reduce a las quejas de un puñado de madres y a un varón, Mario Sebastiani, que sale en su defensa en una “Reflexión sin censuras previas”, en la que comienza diciendo “que [es una] osadía pensar que la maternidad pueda tener un costado A, B o C. Pero los tiempos cambian y los tabúes crujen, y es así como existe una mayor libertad para ver con distintas miradas la maternidad y nos está permitido alejarnos de la visión única que decía que era un acto de amor y que, como tal, no debía ser ni cuestionado ni rechazado”.
 
Bueno, si existen esas “otras miradas”, no son el Señor Sebastiani ni “La Nación” los que nos las van a revelar. En ellos no encontramos más que viejos tópicos repetidos hasta el hartazgo desde hace dos siglos.
 
Porque el principal error de estos debeladores de tabúes es imaginar que estas quejas y objeciones son nuevas. Tienen, como he dicho, por lo menos dos siglos que los modernos han aprovechado para desprestigiar la maternidad destacando lo aburridas e inferiores que son las tareas de una madre. ¡Y quién podría negar que criar hijos supone una tarea ciclópea con aspectos difíciles!
 
En 1934 escribía Chesterton: “Si no podemos hacer que los hombres vuelvan a gozar de la vida cotidiana que los modernos llaman insípida, toda nuestra civilización  estará en ruinas […] Si no podemos hacer interesantes en si mismos el amanecer y el pan de cada día […], caerá sobre nuestra civilización  una fatiga que es la enfermedad de que la civilización no se restablece”.
 
Esa rebeldía contra las cosas sencillas sobre la que Chesterton nos advierte, es una faceta de la actual herejía final. Y una faceta también del cambio del papel de la mujer, sobre el cual el historiador francés Georges Duby dijo que era el suceso más importante del siglo XX, a mucha distancia de la estéril revolución rusa.
 
Tiene efectos que ya son graves, como la baja catastrófica de la natalidad en Europa. Todo eso late, oculto, tras los artículos de apariencia superficial como el que comentamos.


EN DEFENSA DE LA VERDAD

Mi buen amigo ARP tuvo la muy apreciada gentileza de regalarme, a fines del año pasado, el libro “Continente salvaje” del inglés Keith Lowe (Barcelona,Galaxia Gutenberg, 2012). Su subtítulo (Europa después de la Segunda Guerra Mundial) nos ilustra sobre la temática elegida, muy en sintonía con unos cuantos libros últimamente publicados. Algunos de ellos han sido comentados en este espacio.
 
Es un buen libro, interesante y bien escrito, que describe con imparcialidad lo sucedido en Europa en el último año de la guerra y los posteriores. El que lo lea tendrá un panorama razonablemente completo del lugar y tiempo indicados.
 
Hay que hacerle, sin embargo, tres observaciones. La primera es que su imparcialidad falla cuando se trata de analizar las cifras de las atrocidades cometidas por los contendientes. Acepta sin discusión las cifras “canónicas” sobre lo realizado por los alemanes mientras cuestiona casi todas las atribuidas a los aliados occidentales. Así, por ejemplo, da por cierta la cantidad de seis millones de muertos en el Holocausto cuando hasta los judíos cuestionan hoy esa cifra. (Ver el cambio en el cartel informativo en Auschwitz). En segundo lugar —y se trata de un curioso error— subestima la posición de Stalin hasta 1948. En esos años, el tirano, que contaba con seguir recibiendo ayuda cuantiosa de Estados Unidos, dio órdenes rigurosas a sus servidores de Europa oriental de no implantar regímenes crudamente comunistas sino democracias aparentes en las cuales los comunistas conservarían el poder real a la sombra de instituciones formales.
 
Tan claro es esto que fue la negativa de Tito de cumplir esas instrucciones la que causó la ruptura de la U.R.S.S. y Yugoslavia. (No se olvide que este último país era el único de Europa oriental que no había sido “liberado” por el ejército rojo). Lowe no toma en cuenta estos hechos y deja, en consecuencia, muchos cosas sin explicación.
 
Más importante que estas observaciones es la tercera. Casi al fin del libro, en la página 426, dice que en los últimos  años “los grupos de extrema derecha están adquiriendo más influencia que en ningún otro momento desde la Segunda Guerra Mundial. Estos grupos están tratando de desplazar la responsabilidad de los fascistas y nazis, que desataron un circulo vicioso  de violencias y atrocidades, hacia sus rivales de izquierda”.
 
Pocas veces he visto un párrafo donde se falte a la verdad tan claramente, tan flagrantemente.  Es aquí donde naufragan los “relatos”, las “interpretaciones” y los puntos de vista. Contra la sólida muralla de los hechos, claramente establecidos. En 1914 se cerró un ciclo de casi cincuenta años de paz en Europa, sin más que conflictos marginales que dejaban fuera a las grandes potencias. En la guerra que entonces comenzó se produjo la revolución bolchevique. Los años anteriores habían traído la extensión de las instituciones democráticas aún en las naciones que conservaban una fachada de autoritarismo, con parlamentos que fueron ampliando su poder e influencia.
 
La irrupción de un Estado revolucionario, que anunciaba su propósito de subvertir el orden en los otros Estados, representó un cambio decisivo. En Europa nadie ignoraba la doctrina de Lenín sobre la guerra revolucionaria y si alguna duda quedaba la formación del Komintern (en marzo de 1919) la disipó. Con esa creación la U.R.S.S. anunciaba su propósito de dirigir la violencia en todo e mundo.
 
Por este proceso, Europa volvió a la dimensión agonal de la política.  Los fascismos fueron, primero, aunque no únicamente, respuestas que aceptaron el desafío comunista de la lucha violenta.  Estos son hechos establecidos y no opiniones.
 
Aníbal D’Ángelo Rodríguez
 

viernes, 19 de julio de 2013

En la semana del Alzamiento

 
LA EVOLUCIÓN POLÍTICA
DE JOSÉ CALVO SOTELO

I. ENCUADRE DEL ACONTECIMIENTO

Nos hemos congregado esta noche aquí, en el Instituto de Filosofía Práctica, para rendir nuestro homenaje a todos los que de un modo u otro participaron y apoyaron el Alzamiento del 18 de Julio de 1936. Muchos de ellos fueron asesinados o murieron en combate durante los años de la guerra civil.
Hace un rato hemos rezado por todos los caídos; pero nuestro homenaje se reduce a quienes, como afirma Monseñor Eijo, Obispo de Madrid, ejercieron “el derecho y el deber de rebelarse contra una autoridad prostituida y usurpadora, antinacional y anticristiana, tiránica y delincuente”.
Palabras claras que quisiéramos escuchar alguna vez en boca de nuestros pastores, declaraciones, —como diría el arquitecto Patricio Randle— que no necesitan aclaraciones.
El acontecimiento que hoy conmemoramos, es tan importante, que Manuel García Morente lo señala como uno de los cuatro momentos universales de la historia de España (cfr. España como estilo, en su “Idea de la hispanidad”, Espasa Calpe, Buenos Aires, 1938, pág. 10)
Recordaremos ahora brevemente los tres primeros, con algún agregado:

La resistencia de los celtas y los íberos a los romanos

Hispania resistió durante dos siglos antes de ser conquistada.  Roma “tuvo que enviar sus mejores legiones y sus más esclarecidos generales”, porque los primitivos habitantes de la península combatieron en serio, no como afirma el mamarracho de Evo Morales: “Nosotros, los bolivianos combatimos contra todos los imperialismos: contra el norteamericano, contra el español y contra el Imperio Romano”.
Sólo en su mente calenturienta se puede imaginar un combate entre los cholos del Antiplano y las legiones de los Césares.

La Reconquista

El segundo momento universal es “cuando el mundo árabe, desencadenado en uno de los vendavales más extraordinarios que registra la historia, invade por Occidente Europa, inunda España y amenaza con aniquilar la Cristiandad”.
El comienzo de la Reconquista lo encontramos en las montañas de Asturias y se encarna su jefatura en el rey Pelayo.  Junto a él, un puñado de españoles “oponen a la ola musulmana una resistencia verdaderamente milagrosa”.
Desde entonces, España “durante ocho siglos lleva a cabo, a la vez, dos empresas ingentes: la de oponer su cuerpo y su sangre al empujón de los árabes y la de hacerse a sí misma” (cfr. García Morente, ob. cit., pág. 12.)

El descubrimiento de América

El tercer momento universal es el descubrimiento de América, que fue un verdadero descubrimiento y no un encuentro entre dos mundos.  Curioso encuentro entre unos héroes que atravesaron el océano y otros que aquí los recibieron bien, regular o mal.
El escritor uruguayo Juan Zorrilla de San Martín sostiene que las Carabelas castellanas no buscaban América, sino el Oriente a través del Occidente. Es América la que aparece como diciendo: Aquí estoy. Entendemos que tiene razón.  Pero… ¿Quién fue capaz de provocar al abismo? ¡Solamente España!
Y ahora vamos al cuarto momento universal, el que hoy nos convoca: “España ha asumido estoicamente el papel de víctima ejemplar en el laboratorio de la historia y ha dado con su propia carne y con su propia sangre una inolvidable lección al mundo” (cfr. García Morente, ob. cit., págs. 18/ 19).

II. UN ASESINADO ILUSTRE

Como este es un Instituto de Filosofía nuestro aporte debe transitar por el camino de las ideas, de las doctrinas, aquí ideas políticas, doctrinas políticas, de un asesinado ilustre, José Calvo Sotelo, cuyo ajusticiamiento nocturno fue una razón para evitar que la alborada revolucionaria no se atrasara una vez más; fue la ocasión, la chispa, el detonante, para que comenzara pocos días después el Alzamiento.
Y ¿por qué esta reflexión en torno al pensamiento político de José Calvo Sotelo?  Porque en la Argentina estimamos que se trata de una novedad.  Es una novedad que no la conocen ni siquiera los hombres cultos que piensan que fue un hombre honesto, de derechas, conservador, católico, algo liberal y democrático.
Un poco de eso había en sus comienzos políticos, no sólo como discípulo de Antonio Maura e integrante de las juventudes mauristas, sino también como alto funcionario de la dictadura del general Miguel Primo de Rivera […]
Pero incluso, en aquella época, su visión era la de un hombre sensato, inteligente y bueno, para quien cuenta la realidad. Así cuando tiene que modificar la ley anterior que definía al municipio como una “asociación legal”, lo hace con buen sentido, reconociendo el carácter natural de la primera unidad política, a la cual define así: “es Municipio la asociación natural, reconocida por la ley, de personas y bienes, determinada por necesarias relaciones de vecindad, dentro del término a que alcanza la jurisdicción de un Ayuntamiento” […]
Calvo Sotelo no era sólo un pensador político, sino ante todo, un realizador, un hombre prudente capaz de encontrar los caminos rectos, posibles, para concretar el pensamiento político.
Era un hombre de gran formación intelectual que tenía inquietudes por hacer crecer las dosis de justicia existentes y disminuir las injusticias concretas, lo cual se prueba con el título de su tesis: “La doctrina del abuso del derecho como limitación del derecho subjetivo”, que obtuvo el premio extraordinario de doctorado en la Universidad de Madrid.  En ella escribe “que el abuso del derecho es una de las infinitas reacciones que, a fines del siglo XIX, se operan contra el influjo pulverizador del liberalismo individualista” (cfr. José Calvo Sotelo, “Mis servicios al Estado”, pág. 199).
Es interesante destacar que cuando en 1926, como funcionario de la dictadura, quiso poner orden en el ámbito tributario y establecer una mayor justicia fiscal, levantó protestas iracundas que llegaron hasta acusarlo de comunista. Y relata “que ninguna de las lógicas reacciones defensivas de las clases sociales heridas en sus intereses fue tan aguda, nerviosa y virulenta como la de… los grandes terratenientes”.
Tantas fueron las críticas que presentó su renuncia; pero Primo de Rivera no quiso ni siquiera considerarla, persuadido que esos decretos “no tenían la menor sustancia bolchevique, contra lo que decían ciertas encopetadas señoronas, y de que aquél camino habían de recorrerlo otros más alborotadamente que nosotros si lo dejáramos virgen”.

III. EL EXILIO

Después de la caída de la dictadura y de la Monarquía, Calvo Sotelo se ve obligado a partir hacia el exilio, primero en Portugal y en el año 1932 en Francia, para no ir preso.
Estando en Portugal admira la obra llevada a cabo por Oliveira Salazar, pero su transformación doctrinaria se produce al llegar a Francia. Allí tuvo contactos con grandes figuras: Charles Maurras, Bainville, Benoist, Gaxote, Daudet, Bertrand. Y en un artículo, así describe la figura del jefe de la Acción Francesa: “magro, ceño a lo Greco, dicción reposada, verbo profundo, sembrador sereno, que sabe recogerán el grano venideras generaciones en una hora de luz y tradición”.
Y como comenta Eugenio Vegas: “el encendido elogio de Maurras y de sus doctrinas son todo un símbolo de la transformación que experimenta Calvo. Si algo significa Maurras es el anti-Rousseau, el debelador implacable de la democracia y del liberalismo”.
Y en esto también tiene mucho que ver “Acción Española”, una revista cuyo primer número aparece el 16 de diciembre de 1931, que tiene como entusiasta propulsor a Eugenio Vegas Latapié y en cuya empresa participan Maeztu, Pradera, José María Pemán, Calvo Sotelo, Rodezno, el marqués de Quintanar. Respecto al primero, escribió entonces el académico francés René Benjamin: es “el doctrinario irreductible, el hombre que ha sacrificado toda su juventud en la más estrecha austeridad, para preparar el pensamiento de la revolución nacional”.

IV. EL NUEVO CALVO SOTELO A TRAVÉS DE SU PALABRA, ORAL Y ESCRITA

En un artículo publicado en 1935, el renovado hombre político critica al voto, que antes había defendido, pues “la salud no está en la representación proporcional ni en la mayoritaria. Está en sustituir el sufragio inorgánico por el sufragio orgánico”.
En un discurso pronunciado en noviembre del mismo año, se presenta como un hombre de la tradición: “Nosotros, antes que nada, somos españoles y tradicionales.  Afirmamos la jerarquía y la autoridad. Frente a ese inmoral secesionismo de una historia mal entendida, afirmamos la unidad de la Patria.  Frente a la bárbara dispersión que significan los principios democráticos, mando único… La tradición no es un pasado estérilmente momificado, sino un genio profundo que vivifica… es como la savia de los árboles”.
Y critica con dureza a la partidocracia, que pretende monopolizar la representación política.  Los partidos, para Azaña “son piedra angular de la República, Gil Robles los estima insustituibles, aunque no lo entusiasmen.  Yo los considero gangrena y guillotina, y creo que empequeñecen el horizonte político e interponen entre el pueblo y mandatarios intereses secundarios”.
En otro artículo publicado el mismo año reafirma una tesis tradicional: “el máximo derecho del pueblo no es a gobernar sino a ser bien gobernado… el pueblo es un torrente.  Necesita cauces… su máximo enemigo está en él mismo.  En sus pasiones y en su credulidad”.
Busca otro tipo de Parlamento, “que delibere menos, legisle menos y estorbe menos… un Parlamento garantizado contra los avatares de la oligarquía y las veleidades de la masa o sea representativo de intereses sociales y no de pasiones bastardas”.
En un discurso pronunciado en 1935 señala las condiciones esenciales de un buen gobierno. En primer lugar, la competencia o sea “gobierno de los mejores, lo cual no puede darlo el sufragio universal inorgánico, con el que siempre se impone el más osado y enredador, el que más habla y más promete, aunque después sea el que menos dé de sí”.
Y agrega palabras de sabor platónico: “la democracia es la improvisación…  Y todos sirven para todo, con lo cual queda logrado que los que sirven para algo no pueden utilizarse para nada”.
En segundo lugar, la eficacia que es incompatible con el parlamentarismo y sus cotorreos, donde mucho se discute y poco se resuelve: “los problemas vitales quedan en pie”.
En tercer lugar, la continuidad, imprescindible en toda obra humana.  ¿Qué pasaría en una empresa si a cada rato cambia sus gerentes? Y en último lugar, la autoridad, que debe ser de orden moral y que no se consigue aumentando los agentes del orden público. Critica al gobierno de entonces por haber multiplicado el número de presidiarios y sumir a España en la barbarie y el retraso moral.

V. LAS INSTITUCIONES ARMADAS

Es muy interesante su pensamiento acerca de la institución militar a la cual considera “consustancial con el concepto de Patria” y denuncia la política que apuntaba a la destrucción de las fuerzas armadas: “quererlas degradar a una inmovilidad de momia, quererlas entumecidas, yertas y sordomudas, aunque la Patria gima y preocuparse de disciplinar esa órbita a la misma hora que todas las demás órbitas estatales se descoyuntan y desencajan bajo el impulso del yerro, la demencia, la pasión, ¡lo que sea!”
Recuerda a un comandante laureado que hacía cuatro meses era víctima de un calvario, sin proceso y gravemente enfermo; al general Sanjurjo, “convertido en un recluso anónimo y encerrado en una mazmorra impropia de la delincuencia política, que en otro tiempo era tratada con ejemplar delicadeza”. Y finalmente denuncia una inverosímil paradoja porque “resulta que los hombres que confinan sin derecho, deportan sin ley, confiscan sin razón y encarcelan sin ética; que hunden la economía, arruinan al agricultor, paralizan el comercio y asfixian al contribuyente; que reniegan de nuestra historia y pisotean la Constitución cada día… ponen en picota a centenares de jefes y oficiales seleccionados por su arrojo y valor”. Lo que sucedía es que, ya en 1933, el Ejército era una sombra y casi no había armas en los cuarteles.

VI. LA CONDENA A MUERTE

En un discurso pronunciado en La Coruña, el 2 de febrero de 1936 denuncia la gravedad del momento y apela al heroísmo:
“La política moderna, con el juego malabar propio de todos los partidismos, ha dado lugar al triunfo de lo superficial sobre lo permanente.  Lo absoluto se ha subordinado a lo relativo, lo necesario a lo urgente, lo externo a lo profundo, lo remoto a lo inmediato.  Nosotros no queremos incurrir en ese mal.  En las horas difíciles, las fórmulas han de ser profundas… Cuando un hombre está entre la vida y la muerte no necesita cataplasmas… Es lo que tiene que saber España. España vive unas horas de vacilación entre la vida y la muerte, y para estos críticos momentos… sólo valen las fórmulas profundas que son las heroicas”.
En medio de la anarquía, de la subversión, del humo de los incendios de iglesias y conventos, de atentados y asesinatos, Calvo Sotelo es condenado a muerte en el mismo Parlamento, por el Presidente del Consejos de Ministros, Casares Quiroga. Su respuesta muestra hasta dónde llega su espíritu  de sacrificio:
“Bien, señor Casares Quiroga.  Me doy por notificado de la amenaza de su señoría.  Me ha convertido su señoría en sujeto, y, por lo tanto, no sólo activo, sino pasivo, de las responsabilidades que puedan nacer de no sé qué hechos.  Bien, señor Casares Quiroga. Lo repito: mis espaldas son anchas; yo acepto con gusto y no desdeño ninguna de las responsabilidades que se puedan derivar de actos que yo realice, y las responsabilidades ajenas, si son para bien de mi Patria y para gloria de España, las acepto también.  ¡Pues no faltaba más!  Yo digo lo que Santo Domingo de Silos contestó a un Rey castellano: «Señor, la vida podéis quitarme, pero más no podéis».  Y es preferible morir con gloria a vivir con vilipendio”.
A la madrugada del 13 de junio todo el país despierta sobrecogido de espanto: ¡Han matado a Calvo Sotelo! Y lo han matado ¡sicarios del gobierno! Un tiro en la nuca… (en realidad fueron dos), pero… ¡Allí esta España!

VII. EL ENTIERRO

Una multitud doliente acude al entierro.  Y su amigo de la juventud, Antonio Goicochea exclama al lado de su tumba:
“No te ofrecemos que rogaremos a Dios por ti; te pedimos que ruegues tú por nosotros.  Ante esa bandera colocada como una reliquia sobre tu pecho, ante Dios que nos oye y nos ve, empeñamos solemne juramento de consagrar nuestra vida a esta triple labor: imitar tu ejemplo, vengar tu muerte, salvar a España, que todo es uno y lo mismo, porque salvar a España será vengar tu muerte, e imitar tu ejemplo será el camino más seguro para salvar a España”.
José Calvo Sotelo murió asesinado por la espalda.  Ni siquiera pudo mirar de frente a sus verdugos, a quienes con seguridad hubiera dirigido frases análogas a las de su amigo Ramiro de Maeztu: “Os perdono, porque vosotros no sabéis por qué me matáis, pero yo sí sé porque muero: para que vuestros hijos sean mejores que vosotros”.

Bernardino Montejano

jueves, 18 de julio de 2013

Poesía que promete

EL ALZAMIENTO DE JULIO

Des­te­ñían ha­ra­pos, lí­vi­dos, de nie­bla
las lu­ces he­la­das del ama­ne­cer;
ho­ra de bo­rra­chos vol­vien­do de juer­ga,
y de ajus­ti­cia­dos con­tra la pa­red.
Ho­ra de fa­ro­les, inú­ti­les ya,
ce­rran­do los ojos so­bre la ciu­dad.

Hu­yen­do del al­ba por una ca­lle­ja
de los an­du­rria­les del tris­te Ma­drid,
zum­ban­do se ale­ja una ca­mio­ne­ta
de Guar­dias de Asal­to, que lle­van fu­sil.

To­da­vía es­tán ti­bios los ca­ño­nes ne­gros;
y el eco si­nies­tro de un ti­ro de gra­cia
ani­da en el hue­co del al­ma de ace­ro
del ar­ma que lle­va el je­fe de Guar­dias.

Se fun­de en la no­che la se­ca des­car­ga
que se enan­ca al eco de aque­llas pa­la­bras,
“Ca­sa­res Qui­ro­ga, ten­go an­chas es­pal­das…” 

Un ti­ro en la nu­ca… pe­ro allí es­tá Es­pa­ña.

Y fren­te a la far­sa de las li­ber­ta­des;
de los le­gu­le­yos; del vo­to y la ley,
ten­dien­do un em­bo­zo de ba­bo­sas fra­ses
so­bre “pa­seí­llos” al ama­ne­cer,

des­pier­ta tem­pla­da en un gri­to de ar­mas
la ver­dad he­cha car­ne de vie­jas esen­cias;
os­cu­ros ci­mien­tos al pie de la ra­za;
tre­mo­lan­do al ai­re flo­ri­das ban­de­ras.

Sa­cu­de el te­dio­so mo­no­rrit­mo fal­so,
 de la bu­ro­cra­cia y los di­pu­ta­dos,
el des­plan­te al­za­do de: Es­pa­ña can­tan­do
al sol, las es­tre­llas, a Dios y al pa­sa­do.

Y es el mo­zo fuer­te con su boi­na ro­ja
que fue del abue­lo, car­lis­ta de ayer,
que de­ja en su al­dea la ma­dre y la no­via
pa­ra ir a la gue­rra por Dios y su Rey.

Es el se­ño­ri­to que se va de ca­sa
(vi­bran­te re­cla­mo de su ju­ven­tud)
ca­si de pun­ti­llas, por una ven­ta­na,
vis­tien­do a es­con­di­das la ca­mi­sa azul.

Es la fi­bra aus­te­ra de los mi­li­ta­res
en la dis­ci­pli­na de su re­be­lión,
cum­plien­do con vo­ces de man­do an­ces­tra­les
que gol­pean pro­fun­do so­bre el co­ra­zón.

Y del otro la­do del es­tre­cho se al­zan
cur­vas ci­mi­ta­rras con­tra los sin Dios.
Es­pa­ña es­tá en ar­mas, en pie de Cru­za­da;
Es­pa­ña pe­lea, vuel­ta ca­ra al sol.
  
Es­tán fren­te a fren­te dos sig­nos to­ta­les;
es ne­ta y ta­jan­te la gran di­vi­sión
En tiem­pos que en­fren­tan re­la­ti­vos ma­les
y que só­lo en­tre ellos no de­jan op­ción,
en Es­pa­ña lu­chan los gran­des ri­va­les
sin de­jar res­qui­cio a la con­fu­sión.

La ame­tra­lla­do­ra des­pier­ta los ecos
de azu­les mon­ta­ñas, grá­vi­das de paz,
y re­bo­tan plo­mos en los claus­tros quie­tos
de al­gu­na ol­vi­da­da rui­na me­die­val.

Mar­chi­ta co­se­chas el sal­va­je alien­to
de fue­go y ace­ro que bra­ma el ca­ñón,
y tro­ca su acen­to en can­to gue­rre­ro
una jo­ta ale­gre que ha­bla­ba de amor.

Las tri­che­ras abren ne­gras ci­ca­tri­ces
en pra­dos que guar­dan olor de re­ba­ños;
y la den­te­lla­da de los pro­yec­ti­les
muer­de los per­fi­les de los cam­pa­na­rios.

y se pue­bla de hé­roes el ma­pa de Es­pa­ña.
y la Glo­ria vue­la cu­bier­ta de san­gre
por so­bre un en­jam­bre ca­lien­te de ba­las;
de­trás de los sur­cos que de­jan los tan­ques.

Re­sis­te en To­le­do el he­roi­co Al­cá­zar;
el cer­co se aprie­ta en tor­no a Ma­drid
ce­den las de­fen­sas de Bil­bao; avan­zan
Re­que­tés, Fa­lan­ge, Ter­cios, Ma­rro­quís…

Re­sis­te el Al­cá­zar…  Va­re­la se acer­ca;
se atra­vie­sa el Ebro; ¡vi­va Cris­to Rey!
¡ti­rad que es­tán den­tro! (cuar­tel de Si­man­cas)
Rue­ga por no­so­tros, Ca­pi­tán Cor­tés.

Cla­rea la vic­to­ria en­tre los lau­re­les
de la An­da­lu­cía; y en el na­ran­jal
de Le­van­te; tre­pa los pi­cos agres­tes
del Nor­te y so­no­ra se vuel­ca en el mar.

“Vol­ve­rán ban­de­ras vic­to­rio­sas”.  Ya
re­pi­can cam­pa­nas de­rra­man­do paz.
Re­do­bla el Car­lis­ta gri­to de ¡au­rre­rá!
Ma­du­ran tri­ga­les ter­nu­ras de pan.

y Es­pa­ña ama­ne­ce, re­di­mi­da en san­gre;
una Ac­ción de Gra­cias se le­van­ta a Dios
ri­ma­da con rit­mos de mar­chas triun­fa­les;
mo­ja­da con llan­tos por el que ca­yó.

    Juan Luis Ga­llar­do
Bue­nos Ai­res, 2 de ju­lio de 1957.
  

miércoles, 17 de julio de 2013

Guerras Justas


UNA OBRA
SOBRE LA CRUZADA

  

“La Iglesia y la guerra española de 1936-1939”,
Blas Piñar, Madrid, Actas, 2011, 343 páginas).

  

  

El autor ha querido dedicar este libro al Cardenal Isidro Gomá y Tomás, “con el que España tiene contraída una deuda histórica” por su desempeño como defensor de la Fe en tiempos en que fue atacada vilmente. Deuda no debidamente reivindicada por todos los católicos españoles.

  

El propósito central de la obra es echar luz sobre episodios históricos oscurecidos por la propaganda de izquierda, con la complicidad de los que hoy se han rendido ante el equívoco, la ideología y la mentira que pretende enlodar una lucha noble y limpia. Lucha que, de una manera u otra, intenta reeditarse en nuestros días, con menos crueldad física pero igual perversidad moral.

  

Es paradójico que el Cardenal Gomá que bautizó la guerra civil como Cruzada fuese arzobispo de Toledo en su tiempo y que luego —cuando volviera a arreciar la presión anticatólica en España— otro arzobispo de Toledo, el Cardenal Tarancón, contribuyera “en forma bien conocida a la puesta en marcha del proceso secularizador”.

  

Con prolija exhaustividad Blas Piñar se luce transcribiendo las citas textuales que testimonian la admiración de clérigos y de laicos por la persona de Franco; pese a lo cual, muchos de ellos, acomodarán después su juicio a la peculiaridad de las circunstancias.  Particularmente significativos son los elogios tributados al Caudillo como Defensor de la Fe Católica de muchos personajes que, empero, tarde o temprano se transbordaron al campo enemigo: primero alentando a la democracia cristiana y luego al progresismo más extremo, hasta sostener las peregrinas ideas de un marxismo cristiano. Estos casos, frecuentemente olvidados, Blas Piñar los exhuma con todo rigor documental prestando así un servicio invalorable a la verdadera historia.

  

Desde el punto de vista formal el libro da pormenorizada cuenta de las relaciones oficiales del Gobierno Español con la Santa Sede, especialmente durante los primeros años del mandato de Franco y de su triunfo sobre el comunismo ateo. Recuérdase en particular la encíclica “Divini Redemptoris” de Pío XI del 19 de marzo de 1937, en la que se advierte al mundo que “lo que sucede en España tal vez pueda repetirse mañana en otras naciones civilizadas”. La pregunta que nos hacemos, partiendo de aquellas circunstancias, es cómo pudo llegarse años después a que, desde el mismo seno del franquismo o del falangismo, surgiera una tendencia que intentara fusionar un cierto cristianismo con el socialismo no-marxista, para enfrentar a Franco.

  

Por otra parte, la adhesión del Vaticano a la Cruzada está abundantemente confirmada por documentos papales, alocuciones eclesiales y toda otra clase de testimonios. De modo tal que cuesta entender cómo pudo darse un giro tan espectacular de tantos católicos, quienes sin abjurar abiertamente de su fe, se volvieran hostiles al bando nacional, al gobierno franquista y a toda actitud de repulsa de la alianza de las izquierdas, desde el republicanismo liberal al diálogo con el comunismo.

  

Viéndolo desde el presente, no parece casual que una de las primeras publicaciones, en principio afines al gobierno triunfante en 1939, se llamara “Diálogo”; como para ir abriendo una puerta a la infiltración de izquierda entre católicos liberales. Como no fue casual que el fundador de esa revista hubiese sido escogido por Franco como su embajador ante el Vaticano —nos referimos a Joaquín Ruiz Giménez— entre lo más rancio del ambiente católico y tradicional. Lo que comenzó a delinearse nítidamente en el panorama español fue un anticipo de una tendencia paralela que sufriera la propia Iglesia a partir del papado de Paulo VI  y del Concilio Vaticano II; o sea, una apertura al liberalismo y una desapego creciente por la Tradición.

  

Conviene no olvidar que mientras la jerarquía episcopal española —especialmente a partir de la “Carta colectiva” del lº de julio de 1937— comenzaba a reconocer que desde apenas iniciada la guerra hubo mártires entre los nacionales, y Paul Claudel componía el vibrante poema “Aux martyrs espagnols”, Jacques Maritain sembraba cizaña contra la reacción legítima de los católicos de siempre. Los argentinos pudimos ser testigos de esta actitud derrotista que fue prolegómeno de la “democracia cristiana”, cuando Maritain, en plena guerra civil, nos visitó en Buenos Aires, decepcionando a tantos que lo admiraban por su obra filosófica anterior.  Obra en la que aún no se traducía la apertura hacia la izquierda internacional y su benevolencia por los comunistas. Todo esto cometido en nombre de la democracia universal, así como su rechazo al calificativo de Cruzada.

  

Hoy se invoca en algunos ambientes demócrata-cristianos un “camino a la reconciliación”; pero todo indica que es para condonar, de paso, todos los excesos cometidos por comunistas y anarquistas.

  

Dicha “reconciliación” sirve además como revancha por la derrota militar que sobrevino. También se abrió camino, mediante una maniobra semántica, a una apertura sin recaudos que pretende un mea culpa de los católicos por haber vencido.  Luego viene sin tapujos un proceso de secularización que pretende quitar todo mérito al haber defendido la religión, el culto y la vida de sacerdotes y monjas sacrificados cruelmente. Con ecos que no nos resultan tan lejanos ni extraños, dice Blas Piñar: “se ganó la guerra de las armas y se perdió —Dios quiera que no con carácter definitivo— la guerra ideológica de la paz; lo que equivaldría al Finis Hispaniæ”.

  

Muchos se preguntan ahora si esto hubiera sido posible de no haber prosperado un cierto derrotismo dentro del catolicismo español, alentado por el avance del progresismo en la propia Roma, que contribuyó indirectamente al giro secularizador dentro de la misma España. Si hubo enemigos precoces en Europa, como Maritain en Francia o Luigi Sturzo en Italia, la embestida se agravó en la posguerra cuando se sumó abiertamente la francmasonería, que llegó a ser legalizada, durante el gobierno de Adolfo Suarez con el beneplácito del Cardenal Tarancón, quien en una rueda de prensa el 25 de mayo de 1979 declaró “estoy contento por la legalización”.

  

Respecto del papel desempeñado por el Cardenal Tarancón durante la “transición” del gobierno de Franco a la llegada de la democracia, o como se llame, el tema ocupa una porción importante del libro, aparte de que Piñar ya se había ocupado in extenso en otra obra suya: “Mi réplica al Cardenal Tarancón” (Editorial Fuerza Nueva, Madrid, 1998).

  

El propio Cardenal se autoincrimina a través de su libro “Confesiones”, donde revela taxativamente la antipatía que había tenido Paulo VI con la España de Franco, complaciéndose en oponerse a la Iglesia triunfante sobre los rojos.

  

Hoy se sabe que, entre los antecedentes familiares de Paulo VI, su propio padre fue un periodista claramente enrolado en la facción “republicana”.

  

Los vientos de la apertura alentaron a los enemigos seculares de la Iglesia a infiltrarse entre los católicos. Así Santiago Carrillo, el comunista instigador de la matanza de Paracuelllos de Jarama, pudo llegar a declarar en 1970: “El socialismo (sic) español marchará con la hoz y el martillo en una mano y la cruz en la otra”. Y la no menos delincuente Pasionaria, en un discurso en la Cuba de Fidel Castro, en el año 1963 recomendaría no enfrentar a los católicos sino “mezclarse (sic) con ellos para alcanzar la victoria”. Lo que, vista la fecha, permite sospechar que ya entonces había católicos dispuestos a una alianza antifranquista, y por lo menos más de uno estimulado por Tarancón.

  

Largo sería, si no imposible en una breve recensión como ésta, dar cuenta de todos los matices y enfoques que suscita la lectura del libro, así como referirse al tratamiento exhaustivo y textual de muchos hechos que el paso del tiempo ha ido oscureciendo, en muchos casos deliberadamente.

  

Es importante señalar el carácter de reivindicación de la Guerra Civil Española que se asienta sobre la base de sus ideales y de sus motivaciones profundas, que hoy parecen haber perdido vigencia. Y si es cierto que a la victoria militar no se ha correspondido una victoria ideológica de la misma envergadura, también es verdad que la razón y significación de la Cruzada no ha perdido valor. Al contrario, es el enemigo rojo, ateo y anticatólico el que ha debido quitarse la careta toda vez que la lucha se renueva con otros disfraces.

  

Esta es la importancia de este libro que arroja luz sobre un período de historia contemporánea que cierta “corrección politica” sigue tratando de deformar. No es poco el mérito del autor, quien ya nos tiene acostumbrados a su lucidez y a su fidelidad a la España Eterna.

  

Patricio H. Randle