martes, 31 de diciembre de 2013

Históricas


DELANO ROOSEVELT:
EL FARISEO
 
 
Muchos círculos oficiales pretenden hoy, como nunca, modificar la sociedad destruyendo su ética y distorsionando su pasado. En este aspecto puede ponerse el ejemplo de los Estados Unidos. Su cine y su TV encaminan al mundo desde tiempo atrás hacia la peor decadencia. Su teoría política, esa que intentan imponer al mundo con  los misiles, está mostrando sus frutos. Caos y degeneración.  La historia de guerras amorales y compras dudosas le permitieron a los habitantes yanquis de las trece colonias en la costa Atlántica (1776) llegar en poco más de setenta años a la costa de Pacífico.  Cinco mil kilómetros de extensión prueban lo que es esa Babilonia.  Explotando la fiebre del oro de California (1848) llegaron al éxtasis. Continuaron arrebatando a México ricas extensiones. Luego financiaron al masón y falso nacionalista llamado Benito Juárez para impedir el establecimiento de la monarquía de Maximiliano de Habsburgo la que con el apoyo del fervoroso catolicismo mexicano impediría la expansión hacia el sur del voraz yanqui para cumplir su calvinista “Destino manifiesto”.
 
Nuestra hispanidad fue la víctima. En ella las veinte repúblicas alienadas, primero al inglés, luego al norteamericano. Pero corresponde nos instalemos en la XX centuria y decir algo de aquellos años de Franklin Delano Roosevelt llegado al poder (1933) con oscuros apoyos y en medio de una crisis que su programa del New Deal no podía bajar de los diez millones de desempleados. El hombre común norteamericano pensaba que el Estado no podía seguir gastando y menos que el equipo que rodeaba a Roosevelt siguiera favoreciendo la expansión de ideas marxistas. Por ello Roosevelt era muy cuestionado. Y eso, como dice George Olivier que no se conocía la nefasta influencia de su esposa Eleonor Roosevelt (“vaca sagrada de la democracia” según la prensa española) notoria simpatizante de la URSS y vinculada a grupos marxistas tales como el “Comité de no Intervención”.
 
Cada triunfo de los nacionales en España era un golpe al diabólico espíritu de Franklin Delano Roosevelt. En 1937 éste decidió, sin decirlo públicamente, comenzar el rearme con vistas a la guerra. Esta política armamentista le permitió salir de la crisis y seguir presentándose en sus charlas radiales tituladas “Junto al Fuego” como partidario de seguir aislado de los asuntos europeos. Esta Europa renacía con las Revoluciones Nacionales y sus “sociedades, fuertes, marciales, lacónicas y más justas”. Así lo expresa el Dr. Luis Togores Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad San Pablo de Madrid, quien continúa: “El Pueblo italiano quedó progresivamente ganado por la retórica la ética y los logros del Fascismo. Italia entera vistió la Camisa Negra y con ella todo el mundo occidental.  Pronto en toda Europa surgieron los émulos de Mussolini. Había llegado la hora del Fascismo”.
 
El Fariseo de encogió de hombros jurando en su interior lanzar su veneno. Finalmente sus esfuerzos cristalizaron y estalló la guerra el del 1 al 3 de setiembre de 1939. Ella, que según dice Mr. Forrestal, fue provocada por FDR. Así escribe el 27 de diciembre de 1945: “Hoy he jugado al golf con Joe Kennedy que fue Embajador de Roosevelt y le pregunté acerca de sus conversaciones con Roosevelt y Chamberlain. Kennedy me afirmó que Franklin Delano Roosevelt y el mundo judío habían arrastrado al mundo a la guerra” (Diario impreso en Nueva York Año 1951 por Vicking Press, pág.121). Delano siguió imperturbable. Incluso provocando como matón a los gobiernos del Eje. En los años1940-41 se produjeron misteriosos hundimientos de barcos norteamericanos acusando el gobierno del “presidente vitalicio” a submarinos alemanes o italianos. Pero para desazón de Roosevelt no había reacciones populares reclamando la declaración de guerra. El gran Fariseo jugó entonces una carta nueva. Ésta fue conocida como la “Ley de Préstamos y Arriendos”. Mediante ella, los Estados Unidos proveerían de barcos de guerra a Gran Bretaña, la que de este modo aumentaría su control en el Atlántico, que estaba muy mermado y a punto de desastre.
 
Se oponían a esta decisión belicista la Convención de La Haya de 1907 que prohibía ceder buques a los beligerantes y una ley norteamericana de16 de junio de 1917 que no permitía ninguna clase de acuerdo verbal ni escrito cediendo buques. Nada le importó a Roosevelt, que a través de su consejero Harry Hopkins (luego descubierto como agente soviético) le comunicó a Churchill: “El presidente ha decidido que ganemos la guerra juntos. No tengan dudas”.
 
Poco después aparecieron nuevas medidas que acercaban a la guerra deseada por Roosevelt, ya perturbado de hibrys. Entre otras disposiciones estaban la congelación de fondos ítalo- germanos, cierre de  consulados del Reich e italianos en Estados Unidos, así como prohibición de exportaciones hacia el Imperio del Sol Naciente. Cuando el mismo diablo posibilitó el desciframiento del Código Secreto Japonés, Roosevelt tuvo la granada sin espoleta en  sus manos arteras y la arrojó en Pearl Harbor sabiendo con antelación que el buscado ataque con pertinacia diabólica se produciría el 7 de diciembre de 1941 a determinada hora. El gran farsante con sus consejeros entre los que estaba Hopkins y el general Marshall que calculó con precisión la hora del ataque (luego Premio Nobel de la Paz). Desde ese momento sólo cabía esperar y dejar como carnada miles de marinos norteamericanos.  Éste se produjo de acuerdo a los cálculos. Lo demás vino por añadidura. Roosevelt habló al mundo del ataque por sorpresa mentando a la democracia. En ningún momento el fariseo le tembló la voz cuando habló de los caídos. Un gran actor para la tragedia más grande que los siglos habían contemplado.
 
El “Remenber Pearl Harbor” corrió como reguero de pólvora para los estadounidenses. Abrir campos de concentración para japoneses alemanes e italianos residentes fue en los Estados Unidos cuestión de horas. El odio sembrado por el Iscariote dio sus frutos. El marxismo y Stalin, ya derrotados por el formidable ataque de Eje, encontraron en el capitalismo financiero su salvación. A Moscú voló Hopkins, ofreciendo toda la ayuda necesaria y más.  Roosevelt había dispuesto 50.000 millones de dólares (que luego serían 200.000 millones) para salvar la Revolución que venía del siglo XVI con Lutero y habían continuado Robespierre y Marat, instaurándose como potencia con Lenín, Stalin, Trotzky y Roosevelt, el millonario criptomarxista con su banda llamada el Trust de Cerebros (Brain Trust).
 
Éste era un nuevo equipo gubernativo que no estaba previsto por la Constitución Federal pero que Roosevelt había instaurado autoritariamente en su gobierno. W H Chamberlin señala en su libro “Segunda Cruzada Americana” varios puntos con las etapas de Roosevelt para lanzar a los Estados Unidos a la guerra: cesión de decenas de torpederos contra el arriendo de bases en las posesiones británicas (septiembre de1940); organización de “patrullas” en el Atlántico Norte (24 de abril de 1940); Ley de Préstamos y Arriendos (marzo de 1941); ocupación de Islandia por tropas americanas (julio de 1941); autorización para armar a los mercantes y enviarlos a zonas de guerra; orden de abrir fuego  dada a todos los buques americanos (septiembre de 1941); conferencias secretas con los Estados Mayores Aliados (enero y febrero de 1941).  Rosacampo, Rosenfeld, Roosevelt o como se le quiera llamar degustaba el pandemónium desatado como un suave licor. Estaba en “paz con su psiquis plena de orgullosa hibrys”.
 
Falta algo por decir. Dios mediante proseguiremos.
 
Luis Alfredo Angregnette Capurro
 

domingo, 29 de diciembre de 2013

Sermones y homilías

JESÚS, LOGOS DEL PADRE
  
El Prólogo del Evangelio de San Juan, que tanto hemos leído en estos días, contiene la doctrina de Logos, o Verbo de Dios. Es una palabra griega original en el Evangelio que Jesucristo no usó; pero que corresponde a la palabra sophia o sapiencia, que Jesús usó y que entronca en los libros sapienciales del Antiguo Testamento. Cristo, dice San Juan, es el Logos, o la Sabiduría, del Padre; y es Dios y es hombre; y es la vida del hombre.
 
Logos significaba en ese tiempo para los griegos palabra, razón, conocimiento, comprensión, sentido, ciencia, cordura, sabiduría… Era un concepto sumamente compresivo y sumamente prestigioso —cuasi mágico— en los medios helenísticos, cultivados en la filosofía de Heráclito, de Platón y de Filón de Alejandría.
 
La escuela de crítica racionalista, que nace en el siglo XIX del protestantismo —con Lessing— y desemboca en el ateísmo —con Wrede, Brandes— pretendió que San Juan se había apoderado del concepto de Logos divino de la filosofía panteísta griega y lo había injertado en la tradición evangélica; haciendo así de Cristo un Dios, cosa que a Cristo y sus primeros discípulos no se les habría ocurrido nunca. Y para eso identifican el Logos de San Juan con el Logos de Philón: filósofo judío del siglo I, que construyó un sistema de filosofía platónica sobre la base de los libros mosaicos, fuertemente teñida de panteísmo. La verdad es que entre el Logos de Juan y el de Philón media un abismo: el Logos de Philón —tomado de la filosofía estoica, que a su vez lo recibiera de Heráclito y Anaxágoras— es la Razón de Dios, la cual es el instrumento de la creación del mundo, a la manera de la razón operativa o la técnica del artista, por intermedio de la cual el artista crea la obra de arte.  Mas el Logos de San Juan es una persona divina que se encarna en un hombre; y que no solamente está en —el seno de— Dios sino que está con o cabe Dios; puesto que el verbo era (eén) significa identidad en griego y la preposición  cabe (pará) significa una distinción.  La inteligencia de Dios tiene en Dios una vida personal, tanto que pudo bajar a la tierra y hacerse hombre: “y el Verbo se hizo carne y habitó entre [y en] nosotros”.
 
Juan tomó el término del vocabulario filosófico de su tiempo; y también su sentido principal, concretándolo y aplicándolo al “Hijo del Hombre” e “Hijo de Dios” de los Sinópticos; entre otros motivos, para significar un modo de generación enteramente espiritual, no asimilable a la generación carnal que conocemos: “Los que no de las sangres, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad del varón; sino que de Dios son nacidos”. Los musulmanes actuales, lo mismo que los gnósticos antiguos, no opueden acordar —y con razón— que Dios haya tenido un Hijo-carnal.  Mas la generación del Verbo no es carnal.
 
La generación eterna del Verbo no puede compararse —y aún así permanece arcana— sino con la formación misteriosa del conocer en el alma del Hombre. Dios se conoce a sí mismo, y en sí a todas las cosas; y ese conocimiento es su “Hijo”. Esta es la última palabra que el intelecto humano, bajo el influjo de la Revelación, puede pronunciar sobre el misterio de la vida divina, inaccesible naturalmente a sus alcances.
 
¿Qué era el Logos para la cultura helénica? Era, para algunos, un ser intermediario entre Dios y el mundo (Plotino); para otros (Philón) era la razón divina esparcida por la creación, distinguiendo a los seres y organizándolos; pero era también otra cosa, pues el término no había llegado a esos soportes técnicos sino acompañado por una nube de asociaciones que la matizaban. Todo lo que hay de serio, de razonable, de ordenado (lo bello, lo regulado, lo conveniente, lo legítimo), todo lo que era universal, armonioso y musical se agrupaba para el espíritu griego en torno del Logos, que era como la medida y el ideal de las cosas. Para formarse una idea, piénsese en lo que significaba para los hombres del siglo XVIII el nombre mágico de Razón: liberamiento, sapiencia, virtud, progreso, luces; todo lo que inspira, desde hace cien años, la palabra Ciencia; lo que sugiere a nuestros contemporáneos el término Vida; palabras-símbolo de significado indeterminado y fuerte carga afectiva: los talismanes o banderines de la época. Son como resúmenes del ideal de una época, llenos de sugestión por su misma vaguedad; indicadores de una solución que todo el mundo busca, pero no es la solución misma, a no ser como silueta y como germen… La solución que tendrá más chances de triunfar será aquella que hará tomar cuerpo de la manera más clara a un mayor número de nociones apuntadas y de aspiraciones inquietas, que vivían como en difusión en la Gran Palabra. Ahora bien, San Juan respondió maravillosamente a ese movimiento de gestación aplicando la palabra Magnética en forma precisa a Jesús de Nazareth, el Hijo de Dios —fiel a la tradición bíblica del Libro de la Sabiduría—; y así respondió a los deseos de las almas griegas, a las cuales la teoría de un Logos nebuloso, difundido impersonalmente en las cosas, intermedio más bien que mediador, sombra de Dios más bien que Dios, no podía llenar perfectamente.  Juan “evangeliza” a la vez para los judíos y para los gentiles.
 
Después de haber señalado a Cristo como el Verbo del Padre, Juan lo hace sucesivamente la Vida, la Luz, la Gloria, la Gracia y la Verdad de Dios; Engendrador a su vez de una nueva vida en “todos cuantos lo recibieren”. Él comienza por ser la luz de todos los nacidos, porque imprime en toda alma mortal la imagen de Dios en forma de razón y de conciencia; y es después el principio de la luz sobrenatural de la fe, por la cual el hombre es levantado a una nueva filiación, la adopción divina. La gracia y la verdad son sus dones, de cuya plenitud todos recibimos; una verdad trascendente que sólo se da por la gracia, gratuitamente.
 
La doctrina del Logos en Juan se resume por tanto así: el Cristo, el Hijo del Hombre, el Hijo de Dios son uno, y ese uno es uno con su Padre, y se ha unido a la naturaleza humana tomando su carne y alma; él llama a todos los hombres a la verdad, y por ella a la unidad. Pero la unidad del Verbo con el Hombre siendo en la carne, y permaneciendo los discípulos en el mundo, ha designado un Sub-Pastor en la persona de Pedro. Cuando Juan escribía, Pedro había seguido ya a su Maestro; pero esto no turba a Juan: sabe que la Providencia ha proveído a la necesidad de la clave de estructura de la sociedad cristiana en la persona de los sucesores de Pedro. Como está repetido tantas veces en el largo Sermón-Despedida de Cristo antes de su Pasión, esta unidad de la sociedad cristiana está asegurada; y ella se verifica en la fe y en la caridad.
 
Los que sienten tan fuertemente hoy en día la necesidad de la unión de los discípulos de Cristo, deben advertir que esa unión sólo es posible en la fe y en la caridad. Hoy día hay algunos que, dejando de lado la fe, insisten en efectuar la unión en la caridad: es imposible. El protestantismo hoy día —no así en sus comienzos— agotado en la discusión interminable de las variaciones dogmáticas producidas por el “libre examen”, ha acabado por arrojar “los dogmas” por la borda y forcejea por unificar a los cristianos en una vaga adhesión personal a Cristo, que se vuelve un puro sentimentalismo. Pero el primer lazo de unión es la verdad; y la verdad no puede ser diferente y contradictoria dentro de sí misma. Otros en cambio pretenden mantener la unión sobre la fe sola.
 
Éste es el estado de las iglesias católicas cuando decaen: sus fieles creen todos lo mismo así medio a bulto (recitan el mismo Credo de memoria) pero no están unidos entre sí en hermandad real: ni se conocen entre ellos a veces; oyen misa codo con codo en un gran edificio —que fácilmente puede ser quemado—, reciben la “comunión” cada uno por su lado, y después se van a sus negocios; y quiera Dios que no a tirarse, unos a otros, flechazos o coces. No es ésta una “iglesia” propiamente hablando; no hay Iglesia de Cristo sin caridad. La fe sin obras es muerta; y la obra por excelencia de la fe es la caridad; la comunión de las almas.  “¡Obras, obras!” decía Santa Teresa; en el mismo tiempo en que Lutero clamaba “¡Fe, fe!” y declaraba a las obras (a las obras exteriores al principio, después a todas en general) como inútiles para la salvación. Y realmente, si hubiesen estado vigentes las “obras” de Santa Teresa (obras de verdadera caridad, externas e internas a la vez) en la Alemania de Lutero, el renegado sajón no se hubiese levantado, o hubiese caído de inmediato, sin separar de la Iglesia un medio mundo.
 
El sifilítico Enrique VIII escribió una obra en defensa de la fe en el Santísimo Sacramento contra Lutero, que le mereció de la Santa Sede el título honorífico de “Defensor fidei”, que aún llevan los Reyes de Inglaterra; pero eso no le impidió quebrar el vínculo de la Iglesia inglesa con la Iglesia Universal, y precipitar a Inglaterra y con ella a media Europa en el cisma primero y luego en la herejía. Nunca renegó de la fe; pero se divorció de la caridad. (Y, entre paréntesis, inventó el divorcio).
 
Porque la fe debe engendrar caridad, y la caridad debe vivir de la fe; y sin eso, no hay unidad. Roguemos por la Iglesia Argentina.
 
R.P. Leonardo Castellani
(Tomado de su libro “El Evangelio de Jesucristo”)
 

viernes, 27 de diciembre de 2013

Como decíamos ayer…

 
-->
SOMBRAS NADA MÁS

La realidad es ésta: la patria está en tinieblas y ensangrentada. Síntesis trágica y exacta a la que sólo cabe agregar la traición de los centinelas, la cobardía de los custodios, la ceguera de los vigías… La ciudad está indefensa. Ha sonado la hora de las sombras y de la muerte, de los alejamientos y de las reformas.
  
Física y metafísicamente, la Argentina está ciega y se mueve, temulenta, entre tinieblas cerradas que ni Segba ni Alfonsín pueden disipar. Y en ellas camina el Enemigo. ¿Quién es el Enemigo? Todos lo ocultan y él se oculta entre todos. ¿Quién armó y blanqueó a Baños, a sus ideólogos y a sus cómplices? ¿Sus amigos de “arriba” o de afuera? Interrogante terrible porque lo primero que se ha de determinar en política —la política en serio, no una expresión de la picaresca— es “el enemigo”. Es preciso tenerlo bien en claro desde el comienzo  y para siempre, para no confundirse jamás, no engañarse cualquiera sea el ropaje, el rostro o el nombre que utilice. Llámese Coordinadora, Derechos Humanos, Teología de la Liberación, Sandinismo o Democracia, el Enemigo aparece —encuentro de Jano y Leviathan, de Hobbes y de Mao, de Rousseau y de Castro, de odio místico y de terror teorético y táctico—, plástico, viscoso, fluido, reptante, destructor y contradictorio oscila entre la biología animal y el humanismo, y se pierde en el crimen clandestino y se expresa en productos estéticos sin belleza o que tienen la del nihilismo aniquilador. Éste es el Enemigo con el cual, durante los ya largos años de su insoportable gestión, nuestros gobernantes han colaborado de forma más o menos desembozada pretendiendo hacernos creer —suprema estrategia del demonio— que no existía. Ahora la sangre de nuestros soldados y policías muertos, heridos, mutilados ha estallado como la verdad, la única verdad de la que los argentinos pueden hoy estar plenamente seguros. A pesar de los apagones, de las crisis, de los fracasos, esa sangre de héroes y mártires resplandece con una luz propia e imperecedera que no necesita de los diarios, de las tribunas, de las cátedras, del teatro ni del cine ni del humanismo internacional para hacerse ver y para permanecer entre nosotros como un testimonio, como una acusación y como un arma.
  
En la Argentina ha ocurrido un fenómeno que no es de este mundo: han revivido los fantasmas del pasado, esos mismos que una propaganda astuta pretendió hacernos creer que ya no existían o que, en realidad, nunca habían existido; esas consejas populistas y —según las cuales los asesinos de ayer eran mártires y víctimas y que la represión fue una fuerza del mal casi abstracta, que giraba en el vacío, sin explicación ni racionalidad— se evaporaron, todo el tinglado se desplomó al calor de la presencia de estos estrategas del mal. Ya los jóvenes saben, y no deben ni pueden seguir creyendo en el empacado magisterio de Sábato ni en las sofocantes historias de la Bonafini. La Tablada es una divisoria de aguas que le pone fin a la etapa de mala memoria, de deformación y de desinformación a la que los medios de comunicación, la clase política, los escritores y cineastas, los cantaautores, los locutores de televisión, los jueces —toda esa runfla que se conoce como “intelligentzia”— todos aquellos especialistas en forjar slogans como quien fabrica puñales, nos habían acostumbrado y sometido, casi sin posibilidad de respuesta ni de reacción. Se estaba levantando para consumo de los nativos —así como antes se había vendido el producto en el exterior— una dogmática implacable, una dogmática que determinaba que en la Argentina se había llevado a cabo un genocidio y que éste no admitía explicación y no se permitió a nadie dudar de su existencia ni de su evidencia. Habíamos sido gobernados por asesinos cebados en jóvenes frecuentadores de parroquias y de villas-miserias y en cándidos idealistas que se habían limitado a pedir el boleto estudiantil o se habían dedicado a tareas tan higiénicas como esa. Pues bien, toda esa farsa —enseñada por Alfonsín, proclamada por Molinas, comprobada por Sábato, condenada y trocada en sentencia por los D'Alessio, Gil Lavedra, y otros que nadie recordará, descripta por Antín, bendecida por curas casi apóstatas y usufructuada por tantos —ya es insostenible porque el pueblo entero pudo comprobar —con sólo oír radio o ver televisión— que los perseguidos eran, en la realidad, perseguidores, y que los apóstoles de la paz y del amor no eran más que homicidas feroces.
 
En el interín y junto a este cuidadoso ejercicio por disimular y ocultar la verdad, el gobierno radical se dedicó a imaginar, que es lo contrario de gobernar. Se soñó con la inserción en el mundo y con el ingreso al siglo XXI pero —como acaba de ocurrir con la brutal reaparición de la guerrilla escondida en los pliegues del poder— ello no fue. Se cortó la electricidad y el país, en una supuesta plataforma de despegue, retrocedió con igual brutalidad al siglo XIX. Y así como no queda espacio para la mentira tampoco queda para la utopía. La realidad se impone, tarde o temprano y a cualquier precio; a veces, como éste que nos toca pagar a los argentinos, a uno muy alto. Alto, humillante y ridículo.
  
Tanto daño, tanto perjuicio, tanta mala fe y mala intención, tanta falta de idoneidad, tanto ocultamiento y complicidad, deberán castigarse. ¿Cómo? ¿Quién? Esto la República deberá determinarlo alguna vez y pronto. Y si es sistema se muestra incapaz de hacerlo deberá ser reemplazado porque la democracia no está por sobre todo, como lo cree el Dr. Raúl Ricardo Alfonsín, el dueño de las sombras y el señor de los silencios, de las farsas y de las deformaciones.
  
Nota: Editorial correspondiente a “Cabildo” Nº 128, segunda época, año XIII, del 23 de febrero de 1989, que hace referencia al secretario de Energía de Alfonsín, Roberto Pedro Echarte. Actualice nombres propios para adaptarlos a esta época del régimen, y parece escrito hace pocas horas.
   
      

martes, 24 de diciembre de 2013

Poesía que promete

VOLVER AL PRINCIPIO

Cuando la naturaleza humana por el Misterio de la Encarnación se unió a Dios, todos los ríos de los bienes naturales volvieron a su principio. ‘Los ríos retornan al lugar del que salieron para volver a fluir’”
(Ecle.,1,7)”

Santo Tomás, In Sententiarum III, proemio
 
 
Sedientos de sustancia en la planicie seca,
ajados por el fuego  que no calma los fríos,
marchitos o dolientes de afogarar memorias,
las cosas y los hombres se han quedado sin ríos.

Es un crujir de cueros, un escaldar de pastos
la tierra traicionera, del alba desertora.
Por atezar los nombres han pecado los labios,
por renunciar al Agua han quemado a la aurora.
 
Tráenos en tu Noche la torrentera clara
que funde los hogares sobre el hombro paterno,
sobre el mantel, la mesa, el trajín de la madre,
las cuentas del rosario pronunciando lo eterno.
 
Tráenos los afluentes que regaron la patria:
la proeza española, los criollos legendarios,
tu Palabra convoque las palabras dormidas,
desfile la victoria en los viejos estuarios.
 
Tráenos los raudales, el caudal de la gracia
del pozo de Sicar tras la sombra de un cedro,
dí a la Barca en el Tíber que ice al aire sus velas
mar adentro, Dios mío, como ordenaste a Pedro.
 
Tráenos la bandera de la que habla Isaías
porque el monte se anega, se acallan los redobles,
del Pastor que sabía proferir tu alabanza:
hay que abrir tenazmente la puerta de los nobles.
 
Tráenos los regatos, arroyos sin mareas,
el manso regajal de las almas absueltas,
mas si fueran preciso el escudo y la espada,
haznos donar la sangre, por tu cruz, en los deltas.
 
Trae, al fin, la esperanza de los Ultimos Días,
la desembocadura del lecho de la historia,
retornen nuevamente los ríos a  sus mares,
se alce un himno de oleajes proclamando tu gloria.
  
Antonio Caponnetto

miércoles, 18 de diciembre de 2013

Nacionales


MILITANCIAS PARALELAS
 
Conviene ver el tema de la militancia a la luz de un problema serio que, en términos generales, llamamos revolución o subversión cultural. La revolución cultural es como un castillo (símil de nuestra propia alma) que ha sido tomado, vencido, y gobernado por el enemigo quien ingresó allí en un caballo de Troya.
 
El ideal revolucionario tiene claras estrategias y métodos, todos en plena vigencia y utilización —vinculados a medios de comunicación, educación, lenguaje, sentido común— pero tiene sobre todo un claro fin que es ganar nuestra alma. 
 
Y aquí ya empiezan las distinciones: ganar nuestra alma, sí, pero sin que ella sea arrebatada, sino que seamos nosotros quienes  se la entreguemos. Podemos pensar con categorías anticristianas, aún sin saberlo.
 
Es el ideal revolucionario metido en nuestro propio corazón, en nuestra manera de pensar, en nuestros afectos, en nuestros criterios.  Es como un cambio desde adentro.  La revolución cultural logra, como dice Gambra, una rendición sin lucha.
 
La revolución cultural anticristiana ha mantenido en claro que la principal guerra es espiritual, por las almas, por el poder del mundo.  Es una guerra de fondo, pero cambiando las armas, las estrategias, el escenario. Es la que nos puede hacer practicar el mal, creyendo que hacemos el bien. Porque hace que obremos, sintamos, pensemos como quiere la ideología, pero desde adentro, como programados.
 
Es razonable desconfiar de las propias categorías mentales y acá es donde cobra más fuerza aún la guía de los maestros.
 
La traición al verbo, la perversión del lenguaje, el no llamar a las cosas por su nombre tiene una raíz teológica, pero también es una de las principales estrategias de la revolución. La revolución anticristiana ha arrebatado el sentido de las palabras dejando el sonido. Han violado sistemáticamente las palabras. ¿Qué significa amor, paz, autoridad, política, en los labios de un revolucionario?
 
En la concesión liviana al sentido pervertido de las palabras hay o puede haber ya un indicio de que la revolución se nos está ganando en el alma. Hablamos como pensamos, pero vamos pensando como hablamos. El lenguaje es, en la revolución, el modo privilegiado de manipulación del pensamiento. Nosotros hemos aceptado las reglas de juego, hablamos el lenguaje del enemigo (como si las palabras fueran etiquetas). Una de esas palabras es militancia.
 
El marxismo usa el término militancia, apelando extrañamente a un lenguaje castrense. Mostrando una vez más una contradicción evidente, predican el desorden pero están perfectamente alineados (en todos los sentidos), repudian las armas pero están repletos de artillería, desprecian el lenguaje militar pero hablan de formación, de comandante, de lucha, de militancia. Existe entonces una distinción que es urgente hacer, y un término que es preciso rescatar: militancia.
 
Como los pedagogos recomiendan dar ejemplos, vamos a hacer, a efectos didácticos, un breve paralelismo en torno a este término, o —mejor dicho— un breve antagonismo, entre el verbo y su caricatura. Este paralelismo intenta ser riguroso en lo doctrinario y no un mero juego de contraposiciones. Distingamos entonces, para reconocer la verdadera militancia, entre Los caballeros de Cristo y los pibes de La Cámpora.
 
1) El camporista se apoya en una base dialéctica, marxista, piquetera; la serenidad y el orden le resultan insoportables. Crece y se desarrolla sobre el conflicto y la contradicción. El militante cristiano distingue paz de pacifismo, ama y anhela la paz, pero sabe que no hay paz sin orden ni justicia. El militante marxista milita porque busca el desorden, el choque, la oposición. Todo esto es principio y fundamento del movimiento marxista. El militante cristiano combate porque añora y ama la paz, la paz verdadera.
 
2) La Cámpora trabaja para el orden social marxista, o el desorden social marxista, es decir su meta es Cuba o Venezuela. Los soldados de Cristo trabajamos para el Reino, nuestro anhelo es la Cristiandad y al fin de cuentas el Banquete Celestial. El socialista habla del cielo (si le conviene, como el saludo cristínico al Papa) para afirmarse en la tierra.  El soldado cristiano trabaja en la tierra para ganarse un lugar en el cielo.
 
3) El pibe de La Cámpora cree que hacer política es ganar elecciones esencialmente fraudulentas, perpetuarse en el poder, manipular al hombre de bien, disponer de fondos. Para el militante cristiano, hacer política es procurar  el bien común natural, y ordenarlo al bien común sobrenatural.
 
4) Para La Cámpora, militar es acumular poder, torcer voluntades, manipular decisiones, recibir medallas y doctorados. Para el cristiano militar es servir, la jefatura es servicio, el señorío es humillarse al último lugar para el reconocimiento y al primero para los riesgos y la contienda. Por eso, modelo de militante marxista es N. K. con fama de cobarde desde la década del ‘70 y repudiado hasta por los mismos montoneros coherentes. Y modelo de militante cristiano es el Perro Cisneros o el Teniente Estévez, muertos por ocupar libremente el primer lugar en el puesto de combate.
 
5) El pragmatismo y el testimonio. El militante marxista cifra su acción en el pragmatismo como fin último y por eso es maquiavélico. La ideología debe imponerse, como sea. El militante cristiano sabe que su acción es esencialmente testimonial, que no se trata de vencer sino al menos de combatir, que el enemigo no se mide por la cantidad sino por la maldad que representa y encarna. El camporista dice que hay que llegar al poder y mantenerse en él, cueste lo que costare. El militante cristiano dice que hay que salvar el alma, cueste lo que costare. Decía al respecto Santiago de Estrada: La pureza del caballero es un requisito para participar del Misterio y su fortaleza es el fruto de tal participación. La Sangre es ineludiblemente uno de los elementos que dan testimonio de la Verdad.
 
6) Se combate por dinero (o algún equivalente) o por amor. El honor de Cristo Rey no puede tener precio, o en todo caso, el precio es nuestra vida. ¿O le vamos a dar menos? El militante cristiano debe preguntarse antes de salir, por qué y por Quién. El camporista se pregunta por cuánto, porque sus amores tienen precio y condición. La prostitución generalizada en la que vivimos no se soluciona  cerrando solamente los prostíbulos.
 
7) El camporista cree que militar es sobornar masas, recolectar aplausos y llenar micros, todo en un frenético activismo. El militante cristiano sabe que en cada amanecer lo espera el combate más duro y el primero que es el interior. El camporista tiene un insuperable perfil histriónico. Valga como simple ejemplo el desempeño de la principal camporista: ella. El militante cristiano percibe a cada momento la gravedad del vencerse a sí mismo. Y por eso entiende la militancia con temor y temblor, porque sabe que en el silencio, frente a Dios, se libran los combates más duros.
 
8) Base social y demagógica o  teológica y mistérica. No se es militante porque despreciables urnas de este sistema perverso unjan al elegido ni porque el pueblo amorfo, fruto del liberalismo, lo aclame. Se es militante porque no hay paz sobre la tierra hasta que Cristo reine, se es militante porque al salir el sol entrarás en un campo de batalla, como decía Marechal; en fin, se es militante porque como dice la Palabra Divina, milicia es la vida del hombre sobre la tierra. Para el camporista la militancia viene por unción popular, para el cristiano por mandato divino.
 
9) El camporista levanta la bandera ideologizada de los derechos humanos. Bandera que ha resultado muy redituable económicamente, un excelente medio para la revolución cultural y el modo marxista de perpetuarse en el poder. El militante cristiano levanta la bandera de los derechos divinos. Hoy más que nunca, Dios es el gran ofendido, Nuestro Señor, como otro viernes santo, es el Gran Ultrajado. Y si bien con un soplo reduciría a polvo a los infames ha querido necesitar de nuestros brazos para el combate.
 
Guerrea por el Señor y el Señor guerreará por ti. Somos nosotros los que tenemos el tesoro de la verdad.  ¿Cómo dueños? No, como testigos. ¿Cómo dueños?  No, más que eso. Como hijos. Por eso, insistimos, no entregamos nada, ni los términos. O dicho mejor, no entregamos nada, empezando por el verbo.
 
Jordán Abud
 

domingo, 15 de diciembre de 2013

Sermones para el Adviento


EL EXAMEN DE CONCIENCIA

Juan era verdaderamente un hombre extraordinario. Su nombre corría de boca en boca, lo mismo que sus virtudes y sus obras. Se hablaba de él como de un profeta, como del Mesías. El Sanedrín decidió despachar enviados para pedirle explicaciones: “¿Tú quién eres, entonces?” Juan, no siendo iluso o distraído de su propia realidad, confesó quién era.
 
Tan agitados siempre por inquietudes y preocupaciones terrenales, necesarias o a menudo triviales, ¡qué oportuna sería para muchos cristianos  una severa y estricta embajada que nos obligara a una minuciosa revisión profunda, real de nosotros mismos y de nuestras obras!
 
Mas, si prestamos humilde atención, advertiremos que hay muchas voces suscitadas por Dios ocultas en los pliegues de nuestras conciencias, o en los serios golpes de ciertos contratiempos, o en las expresiones de quien nos critica y embiste, o en las varias circunstancias de la vida. Son éstos verdaderos “enviados” que, interrumpiendo los encantos de la vida, con frecuencia nos interpelan: “¿Quién eres tú? ¿Por qué haces esto? ¿Eres digno? ¿Sabes lo qué haces?”. Si fuésemos nosotros mismos los que nos preguntáramos, y supiéramos contestar con franqueza, ¡cuánto provecho sacaríamos en nuestra vida moral!
 
Y justamente, el preguntarnos y el sabernos contestar acabadamente, es lo que hacemos cada vez que realizamos, cuidadosa y reflexivamente, nuestro examen de conciencia. Este examen es de capital importancia para conocernos y para corregirnos.

Es admirable el modo con que San Juan Bautista contesta a sus interlocutores. Su conciencia es un libro abierto, ordenado, edificante. Su respuesta es sincera, clara y de típicas humildad y verdad: “No soy el Cristo; le preparo el camino. Bautizo, con agua. No más. Es sólo el preludio del gran Sacramento. No soy ni Elías, ni un profeta, sino una voz y nada más. ¡Ajá! El Mesías está entre vosotros y no le conocéis.” En el Bautista, esta cabal y pronta respuesta es fruto de un exacto examen.
 
1] El examen de conciencia, entonces, es necesario para conocernos.
Se ve en muchos cristianos una señal de gran descuido moral al no ponerse frente al propio “yo”. Sienten tal repugnancia, que les parece que morirían si se detuvieran un momento a reflexionar sobre sus vidas y sus obras. No reflexionan, porque no quieren que muera aquella ficticia personalidad que se han formado de sí mismos, poco a poco, desde su niñez.
¡Qué diferencia entre esta clase de cristianos y los paganos! Son los mismos paganos quienes nos dan una gran lección, pues consideraban el examen de conciencia como un medio valiosísimo de adquirir la sabiduría. En varias partes y hasta en sus templos esculpían la frase: “Conócete a ti mismo”.
El gran Séneca decía de sí mismo: “Cuando la luz está apagada y los sirvientes duermen, yo me esfuerzo en pensar sobre mi responsabilidad cotidiana. Considero y mido mis palabras y obras, y no disimulo nada, y me castigo cuando he faltado, para no recaer.”
Ésta es sabiduría antigua que ha sido perfeccionada por el Cristianismo. San Pablo recomendaba mucho a los Gálatas: “...Cada uno examine sus acciones”. San Agustín después de su conversión, con la luz de la verdad que le iluminaba, repetía esta oración: “Conocerte a Ti, Señor, es conocerme a mí.” ...Oración que deberíamos repetir también nosotros, si aspiramos a un poco de perfección…

2] El examen de conciencia también es necesario para corregirnos.
En algunos atlas antiguos se señalaban ciertas áreas con palabras tales como “Tierras desconocidas”, “Incognita terra”. ¡Cuántos podrían describir así su conciencia! ¡Cuántos repliegues de nuestro corazón aún inexplorados!
Vivimos toda una vida. Cada día, poco a poco, nos estamos acercando inexorablemente a los umbrales de la tumba... ¡pero sin habernos conocido lo suficiente!
No son pocos aquéllos que se jactan de ser hombres de bien a pesar que tienen la conciencia llena de falsas ideas y de prejuicios sobre su carácter, en materia de religión o sobre los deberes de su estado, sobre la necesidad de las buenas obras, o acerca de la obligación de instruirse en la doctrina cristiana.
Y cuando no se conoce una zona: ¿Cómo se la podrá evaluar, mejorar, conseguir más rendimiento? Si el médico no examina bien al enfermo, no le será fácil curarlo. Es una insensata pretensión querer corregirse y adelantar en la virtud, sin examinarse.
  
Algunos elevan la ignorancia a la categoría de “octavo Sacramento”, pues dicen que salva a muchos cristianos... En realidad, no se puede afirmar con seguridad “que la ignorancia salva, o excusa”, sin ver primero “si la ignorancia vale en el caso individual” y “cuándo la ignorancia vale en el caso individual,” particularmente luego de tantos llamamientos del Señor, que no son sino una verdadera embajada que nos sitia.
 
No es tan sencillo clamar ignorancia… Hay enfermedades tan severas que no es extraño que nos hagan muy difícil el rezar. San Ignacio de Loyola, dice que la enfermedad que nos dispensa de la oración cotidiana no nos exime del examen de conciencia. San Juan de Ávila, verdadero maestro espiritual, declaró abiertamente “Si vosotros hacéis con constancia el examen de conciencia, vuestros defectos no podrán durar mucho tiempo.” De manera que podemos afirmar que cuanto más conocemos las condiciones de la conciencia, tanto más elevada será nuestra perfección; y de hecho, conocemos nuestra conciencia a través del Examen.
 
Comúnmente se distinguen tres tipos de examen de conciencia: a) El Examen Particular, b) el Examen Cotidiano y c) el Examen para la Confesión.
 
a) Por ser bastante específico, no se pretende siempre de todos los fieles el Examen Particular. El Examen Particular es un breve examen que se cumple cada tanto en el día, p.ej. al mediodía, y por la noche, antes de irse a dormir. Versa sobre una falta dominante o sobre una virtud: “¿Cuántas veces he caído en la murmuración y en la crítica (etc.) hoy por la mañana en mi trabajo? Voy a redoblar la vigilancia sobre mí mismo cuando vuelva a trabajar por la tarde… Pésame Dios mío…”
“Pequeñas cosas” lo llamarán algunos. “Trivialidades. Sonseras de estos curas. ¡Pequeñeces de sacristía!”, dirán los atrevidos de siempre, aquéllos cuyo mayor logro apreciable en esta tierra es el haber hecho el culto del enquistamiento en la mediocridad.
Ahora bien, el precioso trabajo de bordado de una costurera, ¿no está hecho, acaso, de pequeños puntos? ¿No es con breves movimientos de sus alas que el ave se eleva al cielo? ¿No es debido a diminutas explosiones en el motor, que un auto se desplaza aun cuando circula a gran velocidad?

b) Examen Cotidiano: Si, durante el día, el trabajo nos absorbe, es también apropiado y justo para el cristiano el doblar la rodilla por la noche y el abrir la propia conciencia como libro en mano, y releer en ella, aunque fuera brevemente, aquello con lo que a lo largo del día se ha cumplido y con lo que no. Ante las faltas, al principio se va viendo que difícilmente disminuyen; pero con el tiempo la voluntad asistida por la Gracia las trabajará con fruto.  Como no sólo hay que evitar el mal, sino que es necesario también hacer el bien, hay que sinceramente preguntarse si no se ha malgastado tiempo precioso al no haber realizado suficientes obras buenas.
Si uno está muy cansado, es mejor acortar las oraciones que dejar el Examen Cotidiano de conciencia.
La ventaja del Examen Cotidiano por las noches hará más fácil el:

c) En el Examen para la Confesión seremos más diligentes y serios. Aquéllos a quienes poco les importan los exámenes de conciencia, son quienes tienen tantos problemas para confesarse. Tan a menudo el confesor percibe que vienen mal preparados a la Confesión, y hasta con fastidio, pues ellos mismos advierten sus propios engaños y falencias. Están arrodillados en el Confesonario, pero como “queriéndose ir...”

Verdaderamente aquéllos que jamás se examinan, que jamás se ayudan de alguno de los exámenes de conciencia que están en los misales o devocionarios, son los que no consiguen encontrar pecados en su conciencia.
 
Los Santos, al contrario, acostumbrados a escrutar luminosamente su conciencia, descubrían siempre imperfecciones y defectos, haciendo más resplandeciente su espíritu por tanto. De aquí que el gran Arzobispo de Milán San Carlos Borromeo siempre fuera acompañado por su confesor para poderse confesar muy frecuentemente y así no dejar que nada se le escapara, aun cuando salía de visita pastoral a sus parroquias, resplandeciendo siempre a los ojos de Dios.

Como conclusión digamos que la sinceridad nos debe guiar constantemente tanto en lo referente a Dios, como en lo que hace a nosotros mismos. El examen de conciencia, además, nos será muy útil ayudándonos a tener siempre el oído atento a los llamados de la Ley de Dios, de nuestros deberes y aun de los rectos juicios de nuestros allegados.
 
Y cuando alguien nos aporte justa crítica, observación o reproche, es como si se nos preguntara “¿Y tú quién eres?” Así como la pesquisa de los fariseos para nada confundió a San Juan Bautista, tampoco nos ocurrirá a nosotros si examinamos los hechos, pensamientos, palabras y omisiones de nuestra vida a la luz de estrictos exámenes de conciencia.
 
Así como San Juan Bautista, con su ejemplo y predicación, dispuso a los hebreos para la venida del Mesías, nosotros, a través de un santo examen de conciencia, nos prepararemos a la venida del Niño Dios, en esta Navidad que se acerca.
 
“¡Enderezad los caminos del Señor!” truenan incontestadas las palabras del Precursor desde hace veinte siglos. Allanemos, pues, los caminos de nuestro corazón con el frecuente examen de conciencia, y el Salvador bajará a ellos para concedernos Sus protectoras gracias.
 
Que la escena de la embajada de los fariseos a San Juan Bautista siempre nos recuerde el capital deber del examinar nuestra conciencia puntual y exactamente.
 
Architriclinus